"Cristo te amo
no porque bajaste de una estrella
sino porque me enseñaste
que el hombre es un Dios
Y aquél que está a tu izquierda en el Gólgota
el mal ladrón
también es un Dios"
(Poema atribuido a Ernesto "Che" Guevara. Escrito en Ñancahuazú, Bolivia)
Quien haya tenido oportunidad de ver el hasta ahora "auto-censurado"(?) film de Martin Scorsese, convendrá en que es una bella y conmovedora película.
Más allá del rigor histórico (¿acaso tal cosa será posible con la figura de Cristo?) y tal cual lo ha aclarado su director y también el autor de la novela Nikos Kazanzakis, el relato despliega, en contenido e imágenes, una tierna mezcla de devoción y respeto.
Porque lo que nos muestra Scorsese no es sino - nada menos - que la lucha entre los aspectos humanos y divinos de Cristo, que si bien - en una lectura hecha, si se me permite el término, de mala fe - puede afectar los sentimientos de almas intolerantes, el modo en que está planteado el desarrollo del conflicto, hace de este Cristo (tantas veces llevado a la pantalla) un ser creíble, en tanto lo acerca, piadosamente, a la realidad de la vida humana.
Desde el comienzo al final Jesús se debate - atravesado por el dolor inefable de los elegidos - entre los deseos y apetencias de su naturaleza como hombre y el llamado divino a cumplir con su misión.
Pero ¿No es esta la lucha en que está sumido la especie humana toda, entre el amor y el odio, el egoísmo y la solidaridad, la destrucción y la creatividad?
Porque no es sencillo para este Cristo, como tampoco lo es para el pobre Judas ( “Dios me dio el trabajo más fácil", le dice Jesús cuando lo conmina a traicionarlo) cumplir con el mandato que se le instaura. Debe descubrir y aceptar, en la infinita soledad y desamparo que esto implica, que es el Mesías.
No se trata del simple cumplimiento de una imposición garantizada en su desenlace. No basta el que sea reconocido por Dios, sino que debe poder reconocer ese reconocimiento. Esto significa - y en esto radica la fuerza del relato - que su decisión es el producto de un arduo esfuerzo que debe realizar por sí mismo ("no te pedí ser elegido", dice), para así lograr la renuncia a sus aspectos carnales, terrenales, en pos de la expiación ineludible, no para divinizarse él mismo, sino para divinizar al ser humano todo. ("Para juntar a Dios con el hombre" explica, y se explica)
Más no en un sacrificio vano, como una víctima inocente e ingenua, sino como ofrenda libremente elegida, con conciencia y responsabilidad plena del acto asumido.
Y en esto Scorsese logra transmitir lo que es - entiendo - el misterioso, por lo inescrutable, testimonio encarnado en la historia: lo divino cobra su real dimensión (se realiza) en tanto se enraíza en la maravillosa existencia humana, del mismo modo que lo humano - la carne, el cuerpo - adquiere su verdadera significación en la medida en que accede a una proyección espiritual, simbólica.
El cuerpo y el alma así, no se contraponen sino que se integran, en tanto aspectos de una dimensión que hace del ser humano, una regocijante empresa que busca ser reafirmada en su trascendencia.
Así como Adán, según la historia bíblica, hubo de renunciar, a partir de una Tentación - también - al paraíso (espiritualidad pura ) para fundar la cultura humana , Cristo debe renunciar a su historicidad terrenal ("Padre del cielo y de la tierra - dice dirigiéndose a Dios, momentos previos a su muerte - el mundo que creaste y podemos ver es hermoso, y el mundo que no vemos también, perdóname por no saber cual es más hermoso") para acceder El - y por El todas las criaturas vivientes - al reino de la salvación. Su "Ultima Tentación" es la más difícil de soportar, pues debe abdicar, sacrificar, en la cruz, su condición humana.
Próximos a la Navidad, en estos tiempos donde el individualismo, la codicia, la ausencia de una moral y una ética solidaria, la "divinización" de lo material, son la "terrenalización" que se nos impone ( y nos "tienta"), la historia que nos muestra Scorsese es el testimonio de un hombre-divino, Cristo, que nos muestra que sólo en tanto reconozcamos la inmensa potencialidad espiritual que tenemos, a pesar de nuestra pequeñez y nuestras limitaciones, que sólo en la medida en que ejerzamos la misericordia hacia nuestros semejantes, seremos también misericordes con nosotros mismos.
Y que en nuestro amor, en nuestra sed por la libertad y la justicia, se acrecienta - en la misma medida - nuestro espíritu, haciéndonos, a la vez, más humanos y más divinos.
Dr. Miguel Angel de Boer
(•) Texto leído con motivo de la presentación del film del mismo nombre en el Ciclo de Cine organizado por la SADE, Comodoro Rivadavia. Publicado en Diciembre de 1996.
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