domingo, 29 de diciembre de 2019

A propósito del “viejismo” y en defensa del envejecimiento (no world for old people)



                Van algunas reflexiones en torno al viejismo, término acuñado en 1969 por Robert N. Butler con el que se designa a toda actitud, idea, conducta, es decir a los estereotipos, discriminaciones, descalificaciones, rechazos, o sea “ninguneos”, hacia la vejez y a los viejos y/o viejas y/o viejes, y/o.
                Si bien envejecemos desde el nacimiento pareciera ser que todo está bien cuando somos niños, adolescentes, jóvenes – ¡sobre todo: jóvenes! -, grandes o maduros. Ahora, si llegamos a viejos, ups, estamos en problemas. Por ejemplo, para denominarlo. Podemos decir: adultos mayores, tercera edad, ancianos, abuelos (aunque no se tengan nietos; ésta es la preferida de los medios y comunicadores:”una abuela fue asaltada…”), edad avanzada o cualquier otro sinónimo, pero … ¡viejos! ¡eso sí que no! “Viejos son los trapos” dicen incluso los viejos viejistas, afirmando de este modo algo realmente absurdo: los trapos pueden envejecer, pero las personas no, ¿qué tal?
                Ya lo decía el maestro Freud: la muerte es irrepresentable. Aunque hace algún tiempo algunos lo han puesto en duda. Y, el que fuera mi maestro el Dr Alberto E. Fontana, (un apasionado estudioso de las relaciones entre el tiempo, el espacio y la mente, planteaba que la resistencia al paso (inexorable) del tiempo – y la negación de la muerte –  era uno de los más importantes factores del enfermar psíquico humano. Esto es que: la fantasía omnipotente de la inmortalidad se pone de manifiesto en numerosos síntomas como defensa ante el temor a lo desconocido. Puesto que todo cambio implica un antes y un después, o sea el transcurso del tiempo, toda repetición sintomatológica y conductual conlleva su detención, la persistencia o búsqueda al retorno simbiótico (sin un tercero: sea el Padre, sea otro, sea la cultura) sin frustraciones ni necesidades, es decir: el paraíso que perdimos … al nacer. Por lo mismo, se constituye también en el sustrato inconsciente de toda religión o creencia en la “vida eterna”. En palabras de Fontana: “nadie cree en su propia muerte, o lo que es lo mismo, en lo inconsciente todos estamos convencidos de nuestra propia inmortalidad”
            Pero no solo de la inmortalidad se trata y tampoco solo de las religiones.
Mitos y leyendas milenarias; hechiceros, brujos, alquimistas; relatos, ficciones a lo largo de toda la historia, dan cuenta de una búsqueda ancestral y recurrente: la fuente, el poder, no solo para evitar la muerte sino para lograr el rejuvenecimiento, la juventud eterna. Si no, que gracia tendría, ¿no? ¿O a alguien le interesaría ser eternamente viejo?
En la leyenda de Gilgamesh, el Código de Hammurabi, en la cultura egipcia, india, griega, romana, el Santo Grial, los relatos de Alejandro Magno y de los “conquistadores” de América, se encuentran numerosos testimonios de tal obsesión. Que es la misma que persiste en nuestros días bajo formas más “civilizadas” y, por supuesto, mercantilistas, para conjurar no solo la muerte sino, más que nada, el envejecimiento. “Anti age” ¿les suena?
De paso. La literatura y el cine han abordado el tema en numerosas oportunidades. El retrato de Dorian Gray, Drácula, El ansia, 2001, El inmortal, Cocoon, El curioso caso de Benjamín Button, Indiana Jones y la última cruzada, Los Otros, son algunos de ellos.
             Pero, nos guste o no, la muerte existe, y como bien lo expresa Darío Sztajnszrajber, es inminente: le puede ocurrir a cualquiera en cualquier momento. Somos finitos. Mortales. Pero claro, una cosa es el enunciado y otra es cuando, como con la vejez, la posibilidad real de que suceda se hace mucho más probable. Estoy hablando de la muerte biológica, se entiende. Si después vamos a tocar el arpa en otra dimensión, es otra cosa.
               Precisamente a esa muerte biológica - la propia, no tanto la ajena, por supuesto-  es a la que se trata de conjurar con las actitudes, pensamientos y prejuicios viejistas, pues no hay mayor evidencia de que la muerte (natural, si les gusta el término) existe, que la presencia de un viejo.  Y si está muy deteriorado, enfermo, peor. Sin importar si el viejo nació en una aldea africana o en Estocolmo. Porque una cosa es observar, ver o tocar a alguien con unos cuantos años, y otra muy distinta es tener que” semblantear” la muerte en un cuerpo añoso medio “tronado”, es decir, en un espejo demasiado chocante de lo que nos puede deparar la vida, a todos, en el futuro. Si es que llegamos a ese futuro, claro. Cabe recordar que, en los campos de concentración del nazismo, esta evidencia – la de la vejez - era rápidamente eliminada en forma concreta: los viejos estaban entre los primeros “seleccionados” para su exterminio.
                Ahora bien. Si el longevo (esa palabra es más potable ¿no?) es saludable, “sano”, sin evidencias de desperfectos chocantes, entonces no es un viejo, sino que es alguien que se mantiene JOVEN, ¡SI!¡JOVEN! Aunque el viejo de su juventud ni se acuerde, sea porque ya tiene problemas de memoria o bien porque fue una porquería, cosa no muy infrecuente en esta cultura. 
     Aquí lo que se confunde es que aquello que en realidad se trata de plenitud y vitalidad física y psíquica - que dependen en gran medida de factores genéticos y de “las condiciones materiales de existencia” -, se convierte o se atribuye a una cualidad meramente subjetiva: la capacidad de ser o mantenerse joven. Esto, aunque haya millones de jóvenes que viven totalmente desvitalizados y deteriorados. Vale decir que: así como la juventud no siempre es un sinónimo de vitalidad, alegría, energía, creatividad y belleza, la vejez no tiene porque que ser siempre una porquería.
                Pero a los fines de no caer en la idealización contraria, vale aclarar que cierto es que con el paso del tiempo disminuyen las funciones orgánicas (términos que antes no se usaban como: incontinencia, hipertensión, glucocinta, densitometría, eco estrés, implante, comienzan a hacerse cotidianos); psíquicas, sobre todo a nivel cognitivo (“puta, lo tengo en la punta de la lengua”, es una frase que se torna reiterativa), limitando movimientos (un atragantarse con la propia saliva por acá, un poco de comida que se escapa de la boca por allá); cambios en la sociabilidad (“no andá vos, yo prefiero quedarme a ver algo en Netflix” es una de las excusas para evitar explicar que “agarrotaron” los gemelos y el dolor es espantoso) o en el rendimiento (hay que programar el sexo con antelación, por ej.).
     Es en esta etapa suelen presentarse numerosos síntomas y enfermedades, dependiendo, reitero, de la genética, la crianza, las condiciones sociales, los duelos, los traumas, las pérdidas. Y también de los cuidados que el senescente (¿qué tal el término? mejor que viejo ¿no?) va implementando cuando percibe que ya está por dar la última vuelta del circuito, que se le está terminando la cuerda, que le queda menos carga en la batería.  Y, agrego, no es cierto que se envejece como se ha vivido. Hubo hermosas vidas que terminaron en vejeces desgraciadas, y vidas tremendamente desafortunadas que culminaron con envejecimientos dichosos, por resiliencia, suerte, o como se le quiera llamar. Basta pensar en esos criminales de guerra o dictadores terribles que vivieron y viven más de noventa años para que todas esas frases y refranes de Perogrullo caigan por su propio peso. (Sí, parece que los malos no mueren antes que los buenos).  Pero, hablando de gente común, parecería que es cosa de ir aprendiendo a envejecer a medida que se va envejeciendo. Así de simple. Bueno, no tanto.
                La senectud, que de ella se trata, es una etapa de la vida tan digna como cualquiera. Para algunos la mejor. Fue José Saramago quien respondió en un reportaje, siendo ya muy viejo, cuando le preguntaron qué edad le hubiera gustado volverá tener (y, agregó el reportero, viejista él: “seguramente le gustaría volver a su juventud”): “Si pudiera me gustaría volver a tener 70 años, pues fue allí cuando empecé a vivir los mejores años de mi vida”. O sea.
               Entonces: ¡si hay algo que contribuye a arruinar a la vejez es el viejismo.
   No solo el de los demás, sino también el propio.
   Ser un viejo vergonzante, sin darse cuenta. No animarse a vivir todo lo que la vida brinda por ser viejo, porque qué van a decir los demás…viejistas, claro.
   El viejismo es lo el que impide que los viejos desplieguen todas las capacidades que aún tienen para sí mismos y para su entorno, su sociedad, su cultura.  Aunque eso de “para sí mismos” está bastante descalificado: porque una cosa es que la “abuela” cuide a los nietos cuando papá y mamá tienen que salir, o todos los fines de semana – y si los domingos hace la comida para toda la familia mejor -, pero otra muy distinta es que quiera ir al casino con sus amigas o ir a practicar la zumba (“Mama esta rara, medio senil ¿no habrá empezado a “dementizarse”?)
                En esta “sociedad del rendimiento”, al decir de Byul-Chung Hang, donde solo se valora y exalta la juventud, la belleza (juvenil ¡eh!), el éxito, los viejos solo son aceptados en la medida que aparentan ser jóvenes o se niegan a reconocerse como tales (como viejos), razón por lo que esta etapa de la vida resulta tan traumática para tantos de ellos. Ese rechazo cultural e ideológico lo es también a nivel institucional, manifestándose en la precariedad y desamparo social, económica y de salud en que se encuentra una gran parte de esta población. Es el “Alzhéimer social” que menciona Norberto Bobbio en su libro “De senectute” (“De la vejez”), título que toma de la obra que Marco Tulio Cicerón escribió a los 62 años donde desarrolla magistralmente los pros y los contras de la vejez y el arte de aprender a envejecer.
                Llegar a viejo es un embole, pero también tiene aspectos gratificantes siempre y cuando se dispongan de las posibilidades de vivirlos. Magníficas obras y actos han sido prodigadas por hombres y mujeres a lo largo de la historia en esta etapa de la vida. Etapa de madurez y reflexión, de memoria, de recuerdo y de reminiscencia, de re significación, de valoración, de rescate, de construcción. De una existencia que puede ser creativa, para seguir aprendiendo, creciendo hasta el final.
    Ante el viejismo, en esta “Guerra del cerdo”- que cursa un tanto oculta pero no tanto-, los viejos y las viejas, y les viejes y lxs viejxes, y/o por suerte también van tomando conciencia de sus derechos a serlo.
    Resistiéndose a hacer solo de “auxiliares familiares” o mero material de descarte, son protagonistas de una participación cada vez más activa en todos los ámbitos de la sociedad. En lo cultural, en lo deportivo, en lo artístico. A nivel social, laboral, académico.
    Empoderándose de una autoimagen, una identidad y una autoestima, contraria a la que se le asigna mayoritariamente.
   Animándose a elegir, decidir, optar, de acuerdo a sus propios deseos, intereses y necesidades.
    Pugnando por su independencia y autonomía según sus capacidades y posibilidades reales, impidiendo el maltrato, el abuso, la falta de respeto.
   Apuntalando con orgullo, cada día, el hecho de ser viejos.
   Con orgullo y a mucha honra.

   Dr. Miguel Angel de Boer
   Comodoro Rivadavia, octubre - diciembre 2019.

¡Feliz Año Nuevo!



Anexo
Algunas frases viejistas:
“Nos somos viejos/jas, nos mantenemos siempre jóvenes” (Ah, bueno)
“Que bien se te ve, estás siempre igual” (gracias, gracias... Eso porque no sabés que estoy esperando el resultado de una biopsia)
“Para mí es como si el tiempo no pasara” (otro/a que marcha a terapia, vamos)
“Los que amamos la vida nos mantenemos jóvenes por siempre” (¿en serio? ¿y porque tenés que repetirlo tan seguido?)
“Pobre, se lo ve envejecido” (o sea: “me embola que no se vea más joven”)
“Es un viejo verde” (porque no oculta que le atraen las mujeres, peor si son más jóvenes que él)
“Es un viejo re piola” (porque no oculta que le atraen las mujeres, pero tiene guita o es famoso)
“Es una vieja calentona” (porque no oculta que le atraen los hombres más jóvenes que ella)
“Es una vieja superpiola” (lo mismo que para los viejos piolas)
“El abu es un amor” (no solo que no hay que cuidarlo, sino que “ayuda” a toda la familia, sobre todo con guita, repartiendo departamentos y cosas por el estilo)
“Es abuelo está cada vez más choto” (no solo no tiene un “mango” sino que encima hay que cuidarlo, hasta los pañales hay que comprarle)
“La vejez no existe, la juventud es un estado mental” (ok, suspendo el pago del seguro de sepelio entonces)