Estábamos en una azotea y sería media mañana porque el sol ya era
intenso y me aplastaba contra el cemento. Me sentía atontado por lo que me
habían hecho durante toda la noche pero me sentía contento por seguir vivo.
Apenas pude levantar un poco la cabeza pero alcancé a ver algunos edificios a
lo lejos, a través de un alambre tejido que rodeaba el pequeño espacio en el
que nos encontrábamos, que me recordaba el gallinero que teníamos en mi casa
cuando era chico. Sentía la garganta lacerada por la sed y la lengua llagada y
anestesiada por el dolor. En realidad lo sentía en todo mi cuerpo. Como una
llaga que de tanto dolor ya se había tornado insensible. No recuerdo cuantos
éramos y tampoco si los conocía. Algunos se quejaban de tanto en tanto. Otros
permanecían en silencio. Un silencio opresivo. Asfixiante. El mismo que debe
haber en el infierno si es que existe, pero que es mucho peor porque ocurre en
la vida terrenal, humana. El tiempo estaba suspendido, porque el antes ya había
pasado y el después dependía de ellos. Y nuestro destino también. Pero eso no
me angustiaba tanto cuando escuchaba, en una especie de galpón que había unos
metros más allá, el llanto de un chico muy pequeño y los gritos de alguien que
parecía amenazar a la madre con el tormento del niño. Me imaginaba la escena,
porque no alcanzaba a ver nada. Y recuerdo aún cómo todo mi sufrimiento quedaba
relegado ante la pena insoportable que me producía algo que jamás imaginé tener
que tolerar. No sé si el dolor del chico. No sé si el espanto de la madre. No
sé si la maldad del torturador. No sé si una vergüenza infinita por nuestra
especie. Pero sé que era la más grande de las tristezas. Por todo. Por todos.
Fue entonces que vinieron dos o tres a ver como estábamos. Eran jóvenes.
Estaban de yin y remera y uno tenía antejos ahumados. Se los veía frescos,
relajados. Comentaron lo lindo que se veía el cielo y el más alto se alegró
porque más tarde iba a ir de picnic con los hijos ya que salía de franco.
Hubiera preferido mil veces que me pegaran. O estar muerto. Que escuchar esos
comentarios en ese sitio y en esas circunstancias. Una conversación normal en
el más anormal de los lugares. Abominable. Y sentí nuevamente, porque no
decirlo, pena por mí mismo. Tremenda pena. Tremendísima. Y me prometí no
olvidarlo nunca. Con la profunda esperanza de poder contarlo, no sé si para que
se supiera o para yo constatar que había ocurrido. Porque lo que más deseaba
con toda mi alma era que fuera un sueño. Pero temía, también con toda mi alma,
con todo mi ser, con lo más genuino de mi ser, que se convirtiera en un sueño
porque de esa manera se transformaría en efímero, insustancial. Se
desvanecería. Y eso sería mucho peor. Entendí entonces que aunque no lo
deseara, debía perpetuar el dolor todo el tiempo que fuera necesario hasta que
se transformara no solo en recuerdo sino también en memoria, porque sin ella
sería por siempre un muerto en vida. Y nada, nada, nada, valdría entonces la
pena.
Miguel Angel de Boer
Comodoro Rivadavia, Diciembre, 2009.