No recuerdo si alguna vez lo mencioné,
pero desde que era muy chico tuve alguna tendencia a ser imprudente, a actuar
con cierta impulsividad, a adoptar conductas de riesgo como diríamos hoy.
Apretar timbres y salir corriendo, tirar piedras al techo del vecino y
esconderme, provocar peleas con chicos muchos más grandes que yo - que a veces
me perdonaban la vida y otras me cagaban a palos -, nadar hasta donde no hacía
pie, afanar fruta a los vecinos que tenían perros sueltos o cosas por el
estilo. Meras travesuras que hacíamos casi todos los chicos. En la adolescencia
me fui perfeccionando de a poco sin deponer, cada tanto, mi actitud temeraria,
cosa que mis viejos lo atribuían a que estaba en la edad del pavo. Más adelante
creo que más de una vez me puse en riesgo de un modo un tanto desmedido en
cosas tales como consumir alcohol y fumar descontroladamente, seguir siendo
fana del Millo o volver a casarme, por dar algunos ejemplos que me surgen
espontáneamente. Dejo de lado mi militancia en los 70, porque tiene otras
connotaciones. Respecto a los acontecidos en mi adultez prefiero no
mencionarlos para no abundar en detalles del pasado.
(*) Término anglosajón que significa antojo, anhelo, ansia. Se utiliza para referirse al deseo intento y prolongado de consumir una, o varias, sustancia determinada que suele tener un adicto cuando se encuentra en abstinencia (“limpio”)
Ya en la tercera edad creo haber logrado
cierto dominio sobre tales conductas. Un poco porque soy más consciente del o
los peligros que corro y otro poco porque me siento con mucho menos margen que
antes y temo efectos que puedan ser irreversibles. (No resistiría otro divorcio
por ejemplo). No obstante lo cual de vez en cuando me mando alguna que otra que
realmente me ponen en peligro. Como intentar hacer un trámite por
mi cuenta en el ANSES, por
ejemplo.
Todo
esto viene a colación por algo que me ocurrió en el último viaje que hice a
Buenos Aires el mes pasado y que paso a compartirles.
Salí del Congreso del que participaba un tanto agotado. Era el último día del
mismo, por lo que la expectativa que tenía era la de aprovechar el tiempo que
me quedaba - antes de regresar a Comodoro - para descansar y distraerme un
poco. Entre las cosas que tenía previstas estaba la de ir a Colmegna para hacer algo de spa, sesión
de masajes incluída. El único inconveniente era que debía caminar unas cuantas
cuadras desde donde estaba, lo cual me resultaba algo agobiante dado el
cansancio que tenía.
Había
caminado unas cuantas cuadras cuando de pronto vi un letrero que decía: MASAJES ORIENTALES, expuesto en la
parte alta de una fachada que semejaba un lugar chino (o coreano o japonés) muy
chiquito y de aspecto bastante humilde, por no decir medio trucho o, para ser
sincero, truchísimo.
Dudé
una milésima de segundo – producto de una alarma que siempre aparece en estas
circunstancias y que es donde tengo la oportunidad (la única) de abstenerme –
pero cruzar la vereda y golpear la puerta fue algo casi simultáneo. A los pocos
segundos una mujer china (o coreana o japonesa) abrió una puerta que casi me
pega en la cara, dado que se abría para afuera (que después entendí era
funcional al hecho de ganar espacio), y al decirle me quería hacerme unos
masajes me respondió algo así como: seesperacicomintspodeserloorraycostactrosontos,
cosa que con mi habitual facilidad para entender idiomas extraños traduje
como: si espera cinco minutos puede ser, y cuesta cuatrocientos, y le respondí que sí de un toque.
Me hizo pasar a un
box o gabinete o algo parecido, cuya entrada estaba pegada a la puerta por la
que había entrado, de modo que entré con solo dar uno o dos pasos. Una vez
dentro me dijo: ponasecomdoquethavenemssaagista, o sea: póngase cómodo que ya viene la masajista. La verdad es que por un instante se me
cruzó la idea de dar alguna excusa y salir corriendo, pero el craving (*) pudo más y comencé a desvestirme lentamente. Luego me recosté
en la camilla y traté de relajarme. Habían pasado más de los cinco minutos
cuando escuché que la recepcionista
hablaba por celular en voz muy alta, en coreano (o chino o japonés), con quien
yo supuse sería la masajista. Pues daba la impresión que le recriminaba la
demora, porque el tono en
que le hablaba era parecido al que se ve en las películas de guerra cuando un
oficial coreano, o chino o japonés, les grita a sus soldados para impedir que
retrocedan ante el desembarco de las tropas enemigas.
Cuestión
que pasaba el tiempo y nada. Estaba pensando en decir que me iba, cuando de
pronto se abrieron la puerta de entrada y la del box casi al mismo tiempo -dado
que como dije estaba muy pegadas – e
irrumpió la masajista saludándome con absoluta naturalidad diciendo: Ohaacomooshtaavenporsajeeeeee?
(hola como está viene por un masaje?), y sin esperar mi respuesta se impregnó
las dos manos con algo y comenzó a masajearme.
Lo
que vino después es muy difícil de describir porque aún me cuesta recordar de
un modo claro lo que pasó, dado su carácter confuso, irreal, onírico. Pero
bueno, paso a contarles.
Empiezo
por aclarar que la sesión duro más o
menos una hora. Que fue una combinación
ininterrumpida de masajes propiamente dichos, intercalados con estiramiento de
miembros, dedos, torsión de nuca, etc., entremezclado con preguntas o
comentarios que me hacía la masajista tales como: sveequehasshhemjessguidossprquenotamuicturado
(se ve que se hace masajes seguido porque no está muy contracturado) o:
tantemerbenennytmauchchhaaggguua (es
importante comer bien y tomar mucha agua), es decir los comentarios habituales que
hacen las masajistas en todo el universo. Pero fuera de esas interrupciones que
me tensaban un poco, por cierto esfuerzo que me implicaba hacer la traducción
medio amodorrado, me iba sintiendo bien y lo disfrutaba. Todo, cabe
mencionarlo, con un fondo musical de canciones coreanas (o chinas o japonesas)
que me hacían sentir en un remoto país asiático.
Habrían
transcurrido unos cuarenta y cinco minutos, porque fue justo cuanto la
masajista empezó a dar los clásicos golpes con el canto de las manos en lo que
es la última etapa de una sesión, cuando – sin golpear la puerta ni anunciarse
– entró la recepcionista como una trompa, y gritando en su idioma originario
empezó a discutir con la masajista. Lejos de amedrentarse, ésta le empezó a
retrucar sin interrumpir los golpes sobre
mi cuerpo, dado que fue evidente que a ninguna de las dos se le cruzó por
la cabeza interrumpir la sesión para pelearse tranquilas o bien, esperar que
terminara para arreglar el entuerto posteriormente. La cosa es que la discusión
iba en aumento (de imposible traducción pues también alzaban el tono de voz a
la vez que hablaban cada vez más rápido pisándose las palabras mutuamente, como
ocurre en toda discusión que se precie), en la misma medida que la masajista
iba acelerando los golpes y aumentando la intensidad de los mismos
en todo mi cuerpo. Yo ya me sentía jugado. Calculaba que ya faltaba menos o
bien tenía la esperanza de que la discusión no se prolongara indefinidamente,
por lo que solo atiné a soportar tanto la pelea como la gradual sucesión de golpes vertiginosos
que me daba, los cuales se acentuaban cuando era ella la que hablaba o
replicaba y eran un poco más suaves
cuando tomaba aire o se calmaba.
La
verdad es que no sé cómo ni porqué terminó la discusión. Pero en un momento la coreana o china 1 salió
del box, en tanto la coreana o china o japonesa 2 continuó dándome los golpes
finales como si no hubiera pasado nada, mientras yo trataba de reconectarme de
a poco. Pues entre la relajación del masaje, el lugar totalmente exótico, la
música y la desproporcionada y desubicada discusión, me sentía un tanto
aturdido y confuso. Aunque en ningún momento perdí el conocimiento o llegué a
alucinar, creo.
Pero
así como todo suele tener un comienzo y un final (bueno, no todo), el masaje
terminó. Buennopodevshhtirsepokeshaterraminnaoos (bueno puede vestirse porque ya
terminamos) me dijo oriental 2, y me dejó a solas. Como pude tomé aire
y me fui incorporando lentamente cosa de no hacer una hipotensión postural, a
la vez que trataba de reorientarme temporal y espacialmente para vestirme y
salir sin tropiezos. Casi de inmediato apareció la coreana o china 1 quien con
mucha amabilidad me dijo: Esssshperokseesentabensonncatoshintoss
(espero que se sienta bien son cuatrocientos), a lo que le respondí que
sí, que me sentía bien y le pagué los cuatrocientos.
Cuando
salí la vi a mi masajista (si: a mi
masajista) en el fondo del pasillo junto al escritorio de la recepcionista, y sentí deseos de
saludarla. Cuando digo al fondo estoy diciendo a dos o tres metros, tal la
pequeñez del lugar.
Al dirigirme a
ella me percaté de que al lado de donde yo había estado existía otro gabinete en cuya camilla yacía un
hombre que parecía inerme, ignoro si porque hacía mucho que estaba esperando y se
había quedado dormido o bien porque había sido víctima de un masaje parecido al mío. Entonces le di las gracias a
mi masajista y fue ahí que se me ocurrió preguntarle el nombre. Y para mi
sorpresa, generando en mí un impacto cognitivo y emocional –y diría hasta
cultural - que aún perdura, me respondió, con una sonrisa increíble y con la
pronunciación más clara, más cristalina, más latina, más castellana, más
española que pueda haber: PATRICIA….!!!
Debo agregar que
quedé molido, pero esa noche dormí como un angelito.
Miguel Angel de Boer
Septiembre del 2017
(*) Término anglosajón que significa antojo, anhelo, ansia. Se utiliza para referirse al deseo intento y prolongado de consumir una, o varias, sustancia determinada que suele tener un adicto cuando se encuentra en abstinencia (“limpio”)