lunes, 21 de abril de 2025

"La que subió en la noche"

 

“La que subió en la noche” (*)

por Miguel Ángel de Boer

No recuerdo la hora exacta. Quizás nunca existió. Era una de esas noches en que el tiempo se vuelve denso, espeso, como una niebla que envuelve la conciencia y el cuerpo. Viajábamos de Arequipa a Cusco en un ómnibus medio desvencijado, que gemía con cada curva. Íbamos varios poetas y escritores, hermanados por esa convocatoria maravillosa que nos había llevado hasta Perú: “Apus hablan en Machu Picchu”. Íbamos a leerle a las montañas, a dejar que los dioses tutelares escucharan nuestras palabras y, tal vez, nos devolvieran algo a cambio.

Yo ya tenía más de cincuenta y los huesos ya empezaban a recordármelo más que nada con el frío. Era un frío que no venía solo del clima, sino también de la altura, de ese cielo sin estrellas que parecía tragarse las oraciones del mundo. Afuera, la noche era tan negra que uno podría pensar que no había más tierra, que viajábamos por el vacío mismo.

En un momento que no sé precisar —porque los momentos también se pierden a esa altura—, subieron dos o tres personas. No eran parte del grupo. Se notaba en sus ropas, en la forma sigilosa en que pisaban, en el respeto casi ritual con el que se ubicaron en sus sitios. Entre ellos, una joven. No sabría decir si era hermosa según los cánones estéticos del mundo, pero su presencia, de a poco, se me hizo palpable. Tenía los ojos como pozos de luna nueva y una manta de colores que parecía envolver siglos de historia en cada pliegue.

Pasaron minutos. O años. El tiempo estaba quebrado. Al cabo de un rato abandonamos las conversaciones y algunos comenzaron a leer en voz baja, como si leyeran para los espíritus del camino. Yo mismo recité algo mío —no recuerdo qué— pero era de esos versos donde dejo caer parte de mi pasado como quien se arranca un trozo de piel vieja. Hablé de la Patagonia, del viento, de mis muertos, de los años de plomo en los setenta, de los sueños revolucionarios que se hicieron ruinas, pero dejaron semillas. Aunque tal vez todo esto lo hice en otro ómnibus, en otro viaje, con otros poetas, en otras tierras, ya no lo recuerdo. Y fue mientras hablaba que sentí su mirada, que no era de este mundo. Era de esos ojos que no solo miran: te atraviesan.

La muchacha se fue acercando con una lentitud mágica, como si danzara en vez de caminar. Al principio me hablaba con timidez, luego se fue soltando. Comenzó a decirme “mi amor, mi poeta, mi ángel errante” en un tono tan dulce que me acariciaba con una ternura que me sorprendía y estrujaba.

Porque en sus palabras yo escuchaba el eco de todas las mujeres que amé y perdí, de los besos que no supe guardar, de los adioses que no quise decir. En su rostro veía destellos de aquella que murió en la lucha, de las otras que también partieron sin que pudiéramos despedirnos, de la que me esperó y a la que yo no supe esperar. Era como si esta joven, traída por el azar o por los dioses, me estuviera devolviendo todo eso, en un solo acto, en una sola noche.

Con el pasar de los minutos o las horas, el sueño fue llegando, y en tanto algunos cabeceaban, yo me fui quedando dormido.

Y fue su voz, quebrada y feroz, la que me sacó del letargo. Parada al lado del chofer, mirando a todos, hablaba como en un ruego:

—¿Qué haré ahora sin ti, amor mío? ¡No puedo vivir sin vos! ¡Llévame! ¡Soy tuya! –y otras frases por el estilo, durante el tramo que faltaba hasta su destino. Lo cual fui comprendiendo con asombro a medida que emergía de mi somnolencia, pues todo lo vivía como un ensueño.

Cuando el ómnibus se detuvo en su parada, en algún pueblo que ni sé si figuraba en los mapas, ella comenzó a resistirse a bajar, llorando, gritando, suplicando. Con palabras que eran dagas de ternura y de dolor. Implorando que bajara con ella. Que me quedara. O que la llevara conmigo adonde fuera. Que me brindaría todo su amor por siempre. No sé en qué momento la abracé —sentí el deseo de hacerlo— para brindarle algo de sosiego que atenuara su pena y transmitirle mi gratitud y el afecto que me inspiraba.

En tanto, nadie decía nada. Como si todos supiéramos que aquello no era solo una escena más, sino una especie de epifanía. Una revelación. La poesía misma hecha carne, envuelta en llanto y flores del altiplano. Yo no podía hablar. Conmovido, subyugado, sin saber si llorar o reír o simplemente dejarme llevar.

Finalmente, la ayudaron a bajar. Sus dedos se aferraban al ómnibus, a los marcos, a cualquier cosa que pudiera evitar la despedida. Su llanto era un hilo que nos unía, aunque nos separara el mundo entero. Y cuando por fin sus pies tocaron la tierra, su figura fue desvaneciéndose entre la bruma helada y oscura del altiplano.

Cuando retomamos el camino, siguió el silencio. No sé si hasta llegar a Cusco. Como si hubiéramos atravesado no una cordillera, sino un sueño. Como si todo lo vivido hubiese ocurrido en otro plano, en otro tiempo.

A veces pienso que todo fue algo irreal, de tan difícil que es recordarlo con precisión o poder ponerlo en palabras. O que fue una aparición, o representó algo más: una musa, una memoria, la inefable presencia del amor imposible. Pero luego recuerdo su voz, su llanto, el temblor de sus manos. Y sé que fue real. Tan real como la poesía. Tan irreal como la vida.

Desde entonces, cada vez que escribo o recuerdo, sé que hay una parte de mí que se quedó con ella, en algún punto de esa noche sin estrellas, recorriendo los caminos imposibles del altiplano.

 Donde los Apus —los verdaderos— nos siguen escuchando y protegiendo no solo por nuestra fragilidad, sino por esa rara virtud que aún conservamos y que a ellos los regocija, que es la de ser seres sensibles. con la dicha —y el riesgo— de amar y dejarnos amar sin barreras, dejándonos fluir y expandirnos en el universo, como la poesía.

 ´´Miguel Angel de Boer

Comodoro Rivadavia, abril 19, 2025

Chubut. Argentina

(*) Basado en un hecho real, en homenaje a las mujeres peruanas que he conocido (y a las que no también) por todo lo que me han brindado.


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