Papi, necesito que me des plata para la cooperadora.
- Pero... dámela ahora.
- Pero ahora no tengo...
- Me la tenés que dar sin falta.
- Pero... ¿por qué? - Porque si no la señorita nos reta...
- ¿Los reta? -... y ... si... nos dijo que pobre del que no venga mañana con la plata de la cooperadora...
(Este diálogo es una reproducción textual de un hecho real ocurrido en esta ciudad en el presente año entre un niño en edad escolar y su padre)
«Cuando oigo la palabra cultura llevo la mano al revólver»
Si partimos de la premisa de que la Salud Mental tiene que ver con una adecuada percepción de la realidad, en tanto de ese modo puede la misma ser modificada, podemos colegir que la enfermedad, la no-salud mental, se emparenta con una percepción inadecuada (se trate de la realidad interna o externa al sujeto). Esto conduce a una imposibilidad de transformación; es decir, a una adaptación pasiva.
La historia de un individuo no es ajena a la historia social y política, a la historia de la sociedad en la que vive. En nuestro país, los hechos históricos y los procesos sociales que los condicionan cursan con tal velocidad, que hace menos que imposible intentar una síntesis abarcadora que no deje de lado elementos importantes para su comprensión. No obstante, y a riesgo de un esquematismo pueril, podemos establecer como uno de sus jalones relevantes, el advenimiento del actual período democrático.
Para entender una situación determinada, es necesario remitirse a aquella de la cual surge como producto. Para ser más preciso: así como el ejercicio de la democracia se caracteriza por el grado de libertad que puede desplegar un individuo, una dictadura halla su fundamento en aquello que tiene que ver con la coartación de dicha libertad, el autoritarismo.
Autoritarismo: «principio de obediencia ciega a la autoridad como opuesto a la libertad individual de pensamientos y acción».
Ahora bien: el autoritarismo, ¿desaparece de «escena» de un modo espontáneo por el mero hecho de que se instaure un gobierno democrático? ¿o su operatividad, su internalización psíquica en los miembros de la sociedad sigue efectiva, siendo esa efectividad uno de los mayores escollos en el desarrollo de una auténtica vida en democracia? Si entendemos que la Salud Mental puede evolucionar en la medida en que la misma no sea obstaculizada por la coerción (cualquiera esta sea), bien podemos suponer que el autoritarismo frena su curso, lo trastoca, lo desequilibra, inhibiendo la adaptación fecunda del ser humano, enfermándolo.
Producida la apertura democrática, un respiro de alivio psíquico se propagó en la población. Años de represión, de terror y aún de guerra, «quedaban atrás», posibilitando una suerte de descompresión psico-afectiva que paulatinamente se fue transformando en un duelo depresivo en relación a lo vivido.
Aun así, y a poco de andar -a más de los intentos reales de retorno al pasado, como si ello fuera posible, los fracasos del actual gobierno (fundamentalmente a nivel económico) reenviaron a más de uno a la nostalgia autoritaria, provocando un estado de confusión debido a un inadecuado balance e integración entre los aspectos sanos (democráticos) y los enfermos (autoritarios).
En la medida en que los propios aspectos autoritarios ya no pudieron ser proyectados en el afuera -en el gobierno de facto- la toma de conciencia de los mismos sembraron desazón y desconcierto, en aquellos que accedieron a reconocerlos como inherentes a su persona, patentizándose crudamente sus efectos en la esfera personal, familiar y/o social. En otras palabras: ya no se trató de la vivencia de alivio producida por el fin del autoritarismo estatal, sino de ver qué tenía que ver cada uno para que aquello hubiera sido posible. Aciaga concientización de la interrelación individuo-sociedad, sujeto-cultura, ciudadano-país o como quiera denominarse a dicho proceso.
Surgen dos cuestiones: El autoritarismo no ha desaparecido y no cabe hablar de una democracia que se realiza plenamente.
Los gobernantes, ¿no son responsables, responden de y por el bienestar de la población que los ha elegido? ¿Qué los sitúa por «encima de los demás» -sus gobernados- para que, insidiosamente en unos casos, descaradamente en otros, puedan ejercer desde el lugar que ocupan, una relación que coloca a sus gobernados (precisamente los que posibilitaron su lugar de «privilegio») en un nivel de debilidad, de sometimiento, de inferioridad, de desprotección, en fin: de desigualdad frente a la «investidura» otorgada? Es este «desencajamiento», esta discordancia, uno de los modos manifestados por el autoritarismo en la democracia. Que se encarna ahora en aquél que -ya no por la fuerza-, sino de una manera «civilizada», «culta», «política», recurre al uso del poder que le da la potestad para practicar democráticamente, en la forma, un autoritarismo auténticamente puro en contenido. En donde el «yo soy más que vos porque tengo las armas» se ve sustituido por el «yo soy más que vos porque ocupo una función»; siendo los «menos», los «desiguales», los que eligieron con la expectativa de que sus necesidades y demandas pudieran ser satisfechas.
Ya se sabe que el Poder existe, que está en todas partes.
Que su expresión va más allá de una persona o una institución determinada. Que constantemente se produce y se reproduce, que circula y se distribuye. Ya se sabe que no somos todos iguales sino distintos, diferentes. Pero no es menos cierto que todos buscamos, deseamos, igualdad de oportunidades de acuerdo a nuestros intereses y capacidades, en pos de un pleno desarrollo afectivo e intelectual. Que anhelamos una democracia que merezca el nombre de tal. Con gobernantes, funcionarios o quienquiera ocupe un lugar o un rol de responsabilidad respecto a los demás, que ejerzan su poder -el que les cedimos- para beneficio de todos. Y si esto no fuera posible por difícil, algo debe quedar en claro: no se lo hemos brindado para ejercerlo contra nosotros o, lo que es su equivalente, para disponerlo a su único, personal y egoísta provecho.
Sería erróneo suponer que el autoritarismo, verdadera «peste psíquica» de la humanidad, se manifiesta exclusivamente a nivel político. En todo caso es allí donde se expresa «públicamente», haciéndose, por lo tanto, más evidente. El autoritarismo es un fenómeno, si cabe el término, que abarca a la sociedad toda, de los modos más diversos y con las consecuencias más variadas.
A fin de que los lectores puedan sacar sus propias conclusiones, describiré las características más sobresalientes del autoritarismo, advirtiendo que cualquier semejanza real o ficticia debe tomarse como una mera coincidencia:
-El autoritario confunde autoridad con mando; es decir, la superioridad que deviene del lugar que ocupa por encima de las cualidades que le confieren respeto. Y «mando» implica imposición, una unidireccionalidad que no contempla los intereses del otro, del semejante.
- El «otro», por distinto, es vivido por el autoritarismo como una amenaza. De ahí que cualquier intento de diferenciación es peligroso. Así, la desobediencia (adora que lo obedezcan), el disenso y la crítica le resulten intolerables.
- Suponiendo que el lugar que ocupa le otorga poder sobre los demás (no importa cuál sea; el de padre, portero, funcionario, profesional o cuidador de una playa de estacionamiento), confunde sitio con atribución.
- Para él, no se trata de estar representando una función; él es la verdad misma. Y busca demostrarlo constantemente.
- Generaliza sus verdades parciales, haciendo de cada pensamiento una máxima; de cada idea, un mandato.
- Su intolerancia a los conflictos es absoluta, razón por la cual toda duda genera una angustia incontrolable. Todo es malo o bueno, blanco o negro. Su tendencia a calificar, a clasificar, a ponerle membrete a todo cuanto lo rodea, le impide un adecuado ajuste con la realidad.
- Inseguro y débil, busca reforzarse continuamente para ocultar su sentimiento interno de minusvalía. - Su tendencia a repetir frases hechas, a ser reiterativo, tornan casi imposible un intercambio de ideas, un diálogo de pensamientos distintos.
- Temeroso de los cambios, puesto que esto exige una nueva adaptación, todo lo que implica movilidad es fuente de sentimientos persecutorios. Hace un culto del pasado, odia el presente y aborrece el futuro.
- Vigilar, sospechar, controlar, son sus actitudes constantes. Nada debe escapar de sus manos. O de sus pensamientos. Todo lo que está fuera de control se torna temible. Y lo que no, es fuente de seguridad y de poder. Se trate de dinero, de expedientes (cuantos más sellos mejor), o de la salida de sus hijos.
- Su apego a las normas es incondicional. Ama los rituales, las formalidades, lo que debe ser.
- Incapaz de percibir adecuadamente sus propias necesidades afectivas o emocionales, ignora o demuestra un total desinterés por las necesidades ajenas, tomando como parámetro únicamente los aspectos superficiales de los hechos. Por ejemplo: es más importante que un hijo coma con buenos modales a saber si tiene hambre o disfruta de la comida; si un niño tiene necesidad de orinar es prioritario que lo haga en el recreo, cuando corresponde, a que sufra por no poder hacerlo cuando lo desea. El autoritario se embelesa con las formas; le importa «cómo» y no «qué». Así, es importante para él vestirse bien, hablar como corresponde, sentarse correctamente, hacer la fila ordenadamente. No importa la finalidad.
- En cuanta ocasión se le presenta ejercita su «superioridad» sobre los demás. Asimismo, es incapaz de cuestionar las investiduras o jerarquías. Porque el autoritario es un ser profundamente dependiente. Sus tendencias sadomasoquistas lo impulsan siempre a depender de una fuerza externa superior que le dé sentido a su insignificancia interior o bien desplegar su supuesta omnipotencia sobre quienes considera inferiores a él.
- Su temor a la soledad es intenso y su incapacidad de relacionarse profundamente de tal magnitud, que siempre está atento a las situaciones que le confieren importancia (la que no puede sentir por sí mismo).
- Los sentimientos de celos, posesión y envidia pueden llevarlo al ejercicio de la crueldad más extrema cuando la misma se ve posibilitada (y que suele recrear en sus fantasías).
- Prisionero de una permanente omnipotencia, todo aquello que no coincide con sus deseos o pensamientos lo desborda, se trate de que se suspenda su programa favorito de televisión o de que alguien no esté de acuerdo con sus opiniones.
- En realidad, le angustia pensar. Está incapacitado para hacerlo creativamente. Sus diálogos son monólogos y sus sugerencias son órdenes. Quien no está de acuerdo con él es menos inteligente, no lo comprende o directamente es un enemigo.
- Su imposibilidad de encontrase consigo mismo, de reflexionar, de aceptar sus propias contradicciones lo llevan a una actividad corporal -la acción- continua. De donde deviene una compulsiva necesidad de despliegue físico. Debe moverse para no pensar. Los esfuerzos físicos tienen el valor de una descarga -de sus ansiedades- y de una demostración de sus habilidades y destrezas. Jamás de la búsqueda de placer o de distracción. Corre, porque le «hace» bien, juega para ganar. El desafío a lo que siente como su propia debilidad anula su capacidad de gratificación. Siempre se está probando, rindiendo examen, demostrando algo. La alegría está en la «superación», no en el simple hecho de divertirse. Su cuerpo es un instrumento y la disposición al sacrificio, su meta cotidiana. Hace del sufrimiento la virtud más elogiable.
- Todo tiene que tener un sentido, a todo subyace una especulación. Hasta en las actitudes aparentemente más desinteresadas hay un interés solapado. Ayuda para que reconozcan su bondad, se sonríe para que lo consideren simpático.
- El autoritario es un adicto a la aprobación de los demás; su vida gira en torno a la aprobación de los demás, tal la pobreza de su autoestima.
- De pensamientos e ideas rígidas e inflexibles, interpreta al mundo en términos de pares antitéticos: sometedor-sometido, superior-inferior, fuerte-débil; siempre ubicándose y ubicando a los demás en alguno de los polos. De allí su admiración y sumisión a todo lo que simbolice superioridad, fortaleza, y su desprecio a lo que considera débil, inferior. Su arrogancia es la máscara de su desvalorización. Incapaz de reconocer sus dificultades, se auto-exige y exige de los demás un perfeccionismo que no tiene límites.
- Su agresión, producto de innumerables frustraciones, está bajo permanente control; presta a estallar en cualquier circunstancia que se le presente. El sentimiento de frustración hace del autoritario un quejoso y un resentido. Todo le iría mejor si no fuera por culpa de los demás, del país o del mundo. Y ese sentimiento impregna todas sus actitudes impidiéndole el logro de sus objetivos. Por supuesto que cuando algo le sale bien esto se debe exclusivamente a su propia capacidad y esfuerzo; nunca a la ayuda o colaboración ajena. Ignora lo que es el sentimiento de gratitud, no le debe nada a nadie y en cambio, todos están en deuda con él.
-Sintiéndose el eje del mundo y del universo, su proyección apocalíptica condiciona su existencia. Nada es confiable, siempre existen los peros. Quiere todo o nada.
- Desconoce el placer, desde el más simple hasta el más profundo. Incapaz de sentir íntegramente y de amar auténticamente, su sexualidad es mecánica y compulsiva. El autoritario ama que lo amen, estima que lo idealicen y su narcicismo crece en la medida en que lo hace sentirse único, infalible.
- Detesta lo que no entiende y abomina lo que no posee, fundamentalmente en el plano afectivo; razón por la que desprecia todo lo que tiene que ver con los sentimientos. De ahí la discordancia entre su sensiblería por lo intrascendente y su frialdad para los hechos de real importancia afectiva.
- Signado por el temor a la independencia; excluido de la posibilidad de construir su propia historia, destruye su vida día a día, sosteniendo caricaturescamente una identidad que no le pertenece y de la cual no logra apropiarse para su felicidad.
Esta descripción no pretende agotar el tema propuesto ni mucho menos. Si es de utilidad para que quien acceda a su lectura, recapacite y reflexione, habrá cumplido su objetivo.
Hace ya algunos años se realizó una experiencia que consistió en que distintas personas tomadas al azar, pudieran manipular una perilla con distintos voltajes a fin de provocar una descarga eléctrica en un sujeto colocado en una silla a tal fin, al cual observaban a través de una cámara. La gran mayoría elevó el voltaje hasta la zona de peligro de muerte. Un número menor desechó la experiencia antes de llegar a la zona crítica. Fue excepcional el caso de quien directamente se negó a participar. Todos ignoraban que se trataba de una simulación
No hay ninguna relación humana que no pase a través de la cuestión de poder.
El problema es cierto, está en quien manda, pero no menos en quien obedece. No hay sometedor sin sometido. El sustrato, la argamasa es el autoritarismo que, como actitud psíquica, no es monopolio de nadie. Atravesando a la sociedad en su conjunto, nos atraviesa a nosotros mismos, convirtiéndose en el principal impedimento para un desarrollo verdadero en tolerancia y libertad.
Miguel Angel de Boer
Comodoro Rivadavia, Agosto de 1988.
(*) Presentado en el II Encuentro Argentino de Psiquiatras, organizado por la Asociación de Psiquiatras Argentinos en San Juan, en abril de 1989
(**) Publicado en “Desarraigo y Depresión en Comodoro Rivadavia (y otros textos) en sus 3 Ediciones (agotadas)