lunes, 20 de agosto de 2018

El dolor de ya no ser (*)

«La incertidumbre de todo
en la certeza de la nada.»
Drummond de Andrade.

Es imposible desmentir el inexorable período de cambio que estamos atravesando. Lo que en algún momento fue una mera información intelectual («estamos en crisis»), se ha convertido en una vivencia cotidiana. Vivencia de angustia y desamparo ante la imprevisibilidad de un futuro desconocido.
Angustia. Miedo. Pánico.
La angustia se expresa subjetivamente como un sentimiento de desazón interior vago y difuso, de incertidumbre y desvalimiento, profundamente displacentero. Irrumpe desde la intimidad y suele manifestarse con síntomas somáticos variados: ahogos, palpitaciones, opresión, espasmos gastrointestinales, náuseas, diarrea, temblores, cefaleas, vértigo, etc.
Su exteriorización indirecta se traduce en trastornos del humor con irritabilidad, intolerancia, hostilidad o agresión, dificultando las relaciones interpersonales. No son infrecuentes las perturbaciones de la alimentación, del sueño y las disfunciones sexuales. Afecta, entonces, algunas o todas las áreas de la personalidad de quien la padece, dependiendo de su grado de intensidad y de su transitoriedad o permanencia.
Se suele distinguir la angustia real o miedo -producto de la reacción ante un peligro conocido- de la angustia motivada por conflictos internos inconscientes.
El pánico es un estado de angustia que desborda las defensas y por ende, la capacidad de respuesta. Conduce a la desesperación por cuanto se vive como una amenaza de aniquilación de la identidad (con un temor a todo, fundamentalmente a la muerte o a la locura).
Angustia social.
Los factores que intervienen en la producción de un estado de angustia son de distinta índole: biológicos, psicológicos, culturales. Son inherentes a la existencia humana misma.
Uno de esos elementos, de fundamental importancia, es el socioeconómico, pues hace al lugar que cada persona ocupa en la sociedad y a sus expectativas de vida (status). Ejemplo de ello, son los dos brotes hiperinflacionarios padecidos, que condujeron a una angustia generalizada (recordar los asaltos a los supermercados).
Angustia «recesiva»
La recesión (paralización o semiparalización de las actividades productivas) es una experiencia inédita. A diferencia de la hiperinflación, «no se ve pero se siente», se instala subrepticiamente, se palpa por sus efectos. Razón por la cual genera una sensación de catástrofe, pues ocasiona una verdadera confusión mental que impide diferenciar la angustia personal (lo que es propio de cada uno) de aquello que obedece a un peligro real (el impacto recesivo). Y esta confusión acrecienta aún más el sentimiento de indefensión, al menoscabar la capacidad de evaluar la realidad y de actuar frente a ella (pues ya no sólo se trata de «no saber a dónde vamos a parar» sino de «ignorar dónde estamos parados»).
La reactivación.
Es lo que todos estamos esperando, a pesar de que es incierto que se produzca a corto plazo. En tanto, qué dudas caben: es inevitable el mentado «costo social». Este pareciera traducirse en la deshumanización del progreso en detrimento de la justicia y la solidaridad, con sus consecuencias psicológicas. En definitiva: un lamentable costo mental. La historia nos dirá si se justifica.

Miguel Angel de Boer


(*) Publicado en “Desarraigo y depresión en Comodoro Rivadavia (y otros textos). 3ra. Edición “Vela al viento. Ediciones patagónicas¨. 2011. El artículo fue publicado por primera vez en Diario Patagónico en los años 90¨.

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