Y cerraron el último que nos quedaba: el Coliseo. Los otros fueron
cayendo de a poco, como resistiendo con dolor la jubilación anticipada, el
retiro involuntario, como luchando por no ceder en su empeño de seguir
brindando ilusiones para el bien de nuestros espíritus, de nuestra cultura.
Creo que es una suerte haber tenido la oportunidad de crecer junto al
cine, de crecer con el cine. Yo le agradezco a la vida por ello, no me la
imagino sin el cine. Sólo Hitchcock sabe hasta qué punto han incidido en mi
existencia los cientos de películas que he visto y las que seguramente habré de
ver de aquí en más.
No me caben dudas de que la realidad imitó al cine como, asimismo, que
el cine ha sido y es -en tanto arte- un sorprendente, formidable anticipador de
la realidad. Los modelos que hemos tomado de la pantalla son innumerables:
hemos caminado como los actores, hemos hablado como ellos; hemos reído como
ellos; hemos adquirido conceptos acerca de la libertad, la justicia, el
heroismo, la
lealtad, la traición, a través del cine; hemos conocido la historia, hemos
accedido a la literatura y a la música; hemos conocido al mundo; nos hemos
conocido más a nosotros mismos, gracias al cine.
La magia del cine radica en que posibilita que nuestros conflictos y
sentimientos más íntimos se “proyecten” en la pantalla, donde los tiempos y los
espacios transcurren y se despliegan -como en los sueños- libremente,
alucinatoriamente y, como en los sueños, nada es imposible: los minutos duran
horas y los años segundos; los muertos resucitan, los monstruos existen, los
hombres vuelan, viajan al pasado y al futuro, los animales hablan. Ficción y
realidad se entrelazan indiferentemente en sus límites. Sólo basta una
condición: que nosotros, los espectadores, estemos dispuestos a ser cómplices
del milagro.
El cine es el sueño que soñamos todos, es el sueño que queremos soñar.
Allí por un instante, dejamos de ser quienes somos para convertirnos en
el personaje o en los personajes con los que nos identificamos -por elección o imposición-
participando desde las butacas con nuestras emociones, nuestros sentidos,
nuestro ser.
Tuve oportunidad de conocer el “Cine Club” de Km. 8 (Comferpet), con
helados y bidú incluidos. Era la época en que aún andaba el “Ñandú Puntual”,
una línea de ómnibus cuyo dueño era un portugués al que se veía feliz con su
trabajo.
En Caleta Olivia -promediaba el 50- recuerdo haber estado esperando con
los chicos la llegada del padre Corti, que de tanto en tanto se aparecía con
unos rollos bajo el brazo para darnos un poco de alegría. Antes y después de la
“función” jugábamos al fútbol o íbamos a la capilla (creo que el padre Corti
era una especie de Jimmy Swaggart o Billy Graham de aquella época en una
versión salesiana: una vez quedé convencido de que realmente había visto a la
virgen María en una película y me devané los sesos no sé cuánto tiempo pensando
en cómo habían logrado filmarla).
Los fines de semana íbamos al
“cine” que funcionaba en el comedor del Club de YPF de Cañadón Seco. Salíamos
de Caleta por lo menos con una hora de antelación. Cuando llegábamos, no pocas
veces teníamos que esperar que los obreros y empleados terminaran de comer
para, luego de acomodar las sillas frente a la precaria pantalla, lanzarnos a
disfrutar del espectáculo (con sándwiches y gaseosas). Como disponían de un
sólo proyector de los de aquel entonces, era necesario esperar que rebobinaran
el rollo que ya habían pasado, para luego continuar con el que seguía; lo que
motivaba numerosísimos intervalos; esto sin contar las veces que, por
equivocación, proyectaban un rollo que no se correspondía con la secuencia
anterior, debiendo repetir el procedimiento (he padecido la desgracia de ver un
final a poco de comenzar la película y puedo asegurar que accidentes de este
tipo generaban en el público una reacción similar a la de una hinchada de
fútbol ante un penal dudoso). Cuestión que entre una cosa y otra regresábamos a
Caleta luego de 4 o 5 horas, tras haber visto una película. En realidad, semejaba una excursión de campamento a campamento;
algo así como un mini tour en donde los que viajábamos, tengo la impresión, éramos
siempre los mismos. Después abrieron un cine en Caleta, Fernández, al que luego
el tiempo también se llevó.
El cine de Km. 3 era una iglesia que fue adaptada a tal fin. Con su
piso semiinclinado y las filas de butacas alineadas intercaladamente, era una
delicia para los chicos (nadie “nos tapaba”). Su programa variaba
constantemente pues cada noche daban dos películas distintas y, a veces, tres
(más de una vez he llegado a ir todos los días y sé de quién lo ha hecho
durante meses). Los domingos por la tarde daban tres películas en dos secciones
y predominantemente en el invierno, era una cita de honor participar del
exceso. Almorzábamos de apuro para llegar lo antes posible y elegir la
ubicación de nuestra preferencia; esto es, para ver todas las películas
sentados en la misma butaca, casi como una cuestión de vida o muerte.
En el 3 más que ver, protagonizábamos las películas: gritábamos,
peleábamos, puteábamos, luchábamos, “vivíamos” la película en el momento
preciso, en el instante mismo en que iban ocurriendo las escenas en la pantalla
(algo así como un psicodrama cinematográfico). Quedábamos poseídos, enajenados.
El único que lograba poner orden y restablecer la cordura era Pedro, el
acomodador, que con la linterna y a los gritos (“siileeenciooo...”) o tratando
de detectar a los revoltosos para echarlos del cine, se constituía en un cable
a tierra con la realidad. Especie de guardián, vigía y celador (una de sus
tácticas preferidas era entrar subrepticiamente, agazapado en la oscuridad y
sorprender con la linterna a sus distraídas víctimas). Creo que de no haber
sido por él, más de una vez nos habríamos abalanzado sobre la pantalla o
hubiéramos destrozado el cine; tal la efervescencia irracional que nos
alienaba. Ya más adolescentes, nos íbamos ubicando al fondo; es decir, atrás o
bien íbamos a la parte de arriba (“pullman”). Allí estaba situada la “sala de
proyección” y en los intervalos, generalmente en la función nocturna, solían
pasar música. Recuerdo haber escuchado el tango “El pañuelito” más o menos dos
o tres mil veces, quedándome siempre con la angustiante duda de si era el único
78 r.p.m. que tenían o bien se trataba de una obsesión inoculta de los que estaban
en la cabina. Lo cierto es que arriba el clima era distinto: no todos iban a
ver cine, en el estricto sentido de la palabra; más de una vez me la he pasado
espiando a los “más grandes” en una suerte de aprendizaje amatorio, llegando a
perder la noción de lo que acontecía en la pantalla. El acomodador en la parte
de arriba era don Leiva, así lo llamábamos; a quien le agradezco que más de una
vez me dejara pasar sin pagar la entrada, verdadero logro para todo aquél que se
preciara de ser un habitué. Del que me acuerdo también es del caramelero,
respecto del cual mis sentimientos son contradictorios. Siempre le tuve miedo
(todos los chicos le teníamos miedo) o mejor dicho: terror; a tal punto que
cuando le iba a comprar trataba de memorizar el pedido y, de ser posible,
llevaba el dinero justo, para no ponerlo nervioso; como quien marcha a la silla
eléctrica aguardando el perdón a último momento. Muchas veces, sobre todo si se
producían avalanchas, las que eran habituales, llegué a temer que sacara un látigo
para controlarnos. Ahora pienso que era un modo de reaccionar que tenía frente
al recelo por su vida: más que niños comprando caramelos, semejábamos una
jauría desesperada, una horda de mandriles enloquecidos ante su presa luego de
días de ayuno y al borde de la inanición. Además, el cine del 3 no era el cine
del 3 sin el caramelero; ¡qué joder!
El “Cine Teatro Español” y -cabe agregar- hotel y bar anexos, tuvo
siempre un encanto particular. Su bella arquitectura, el hecho de haber sido
uno de los pocos cines que conocí en donde se podía ver una película desde un
palco, le daban características especiales. Era usado, además, para realizar
actividades diversas: obras de teatro, musicales, reuniones de distinto tipo,
etc. Vale decir que era un cine o más precisamente un teatro multiuso. También
hubo una época en que se hacían bailes de carnaval. De esto, pueden dar
testimonio muchas parejas que se conocieron allí y que ahora deben tener
nietos. Uno de los rituales asociados al hecho de ir al Español consistía en ir
a la heladería Atenas, que estaba enfrente o bien, a comer al Reviens.
El cine Gran Comodoro fue el cine de “la Loma”, o sea, de la calle
Alsina para arriba. Práctico y confortable, tuvo con el tiempo un aire de
bailanta; se transformó en un cine-bailanta. Después, quedó sólo la última.
Y qué no decir del Coliseo.
Fue el orgullo de los comodorenses tener un cine como el Coliseo.
También tenían un programa variado y distintas funciones los fines de semana. Y
allí también, como en todos los cines, me reí, lloré, me asusté, gané y perdí
varias guerras, hundí submarinos, liberé pueblos, asalté bancos, crucé varias
galaxias, subí montañas, exploré el fondo del mar, fui héroe y villano; conocí
a Chaplin, a Gardel y a tantos otros de los que me hice amigo; me sentí
valiente, cobarde, comprendí a los delincuentes; supe que algunos “buenos” eran
tramposos; di mi vida por una causa justa y, un domingo por la tarde me enamoré
profundamente de una bella adolescente que, como yo, estaba despertando
ingenuamente a la adultez. Allí aguardábamos el momento del beso en la pantalla
para aprovechar y besarnos, dándole así más trascendencia a nuestro
pasionamiento. Testigo del paso del tiempo para los que hemos crecido aquí, en
el Coliseo aprendieron a amar el cine mis hijos, nuestros hijos.
Respecto al Coliseo no puedo dejar de mencionar que también me he
quedado con ciertas dudas artístico-existenciales. Durante años, tuve la
impresión de que Derpich y me parece que Ligo también, vivían en el cine. No
sólo trabajaban, sino que estaban como establecidos en el cine. Esto me ha
generado la envidiosa sospecha de que han visto más películas que yo. Cierto es
que tuve la desventaja de ser más joven que ellos, pero es éste un argumento
que no me termina de convencer.
Me veo tentado de mencionar películas, recordar actores, directores,
títulos, música. Pero el cine, nuestro cine, ha sido mucho más que eso. Porque
hemos tenido un espíritu de sacrificio, yo diría, cinematográfico. Porque, ¿qué
no hemos hecho para no perdernos una película, más si se trataba de un estreno?
¿Acaso no hemos expuesto nuestra salud, nuestras vidas? Ni la lluvia,
ni la nieve, ni el viento, ni la guerra han podido doblegar nuestras ansias
cinéfilas. Bien lo saben quienes han resistido temperaturas peligrosísimas aún
dentro del cine, porque no había o no funcionaba la calefacción (más de una vez
me prometí seriamente no reiterar tal calvario, donde he tenido que luchar
contra la fiebre y los chuchos de frío propios de una virosis aceleradamente
incubada, volviendo a reincidir ante la tentación como sólo lo puede hacer un
adicto incurable: compulsivamente); o los que, en una noche de viento “de
aquellos”, permanecieron viendo una película con la zozobra inquietante de no
saber en qué momento se podía desplomar el techo sobre sus cabezas; o quienes
al salir del cine se encontraban con que el ómnibus ya se había ido, debiendo
recorrer, bajo las inclemencias del tiempo, distancias siberianas en pos del
calor del hogar.
Pero eso era el cine, nuestro cine en la Patagonia. Un ensueño en el
que entrábamos todos cuando se iban apagando las luces, a la busca de una vivencia
fantástica. Aunque, hay que reconocerlo, cuántas veces debimos “despertar” al borde
del pánico cuando, al final de la película, al son de la música que atenuaba el
traumático pasaje a la realidad, todo se veía arruinado por el grito de algún exaltado
o por la ansiedad del bombonero que nos aturdía el oído con un “carameeelo... pastilla...
bombón helaado... caraammeeelooo...”; o bien teniendo que salir con la premura
de quien se encuentra en un barco que se está hundiendo por el temor
claustrofóbico de quedar atrapados ante la extraordinaria rapidez con que los
porteros cerraban todo por querer ganar tiempo para el sueño.
Espero de todo corazón que esto que vivimos no sea sino un intervalo,
que no sea, ojalá el the end
definitivo.
Miguel Angel de Boer
Nota: en el transcurso del relato he mencionado
algunos nombres a modo de homenaje de tantos
que hicieron posible la realidad del cine en nuestra
zona. Mencionaré a continuación algunos
otros que he podido rescatar mientras escribía el
presente, ellos son: Enrique Soto, Teodoro
Villalobos, Sambón, Juan Pérez Sáinz, Pérez, que
fueron acomodadores en distintas épocas;
Hugo Vidal, Ávila, Manuel Contreras, que creo,
estuvieron en boletería; José Ángel Policastro,
el primer proyectorista del cine Coliseo y Manuel
Lagos que fue el último; Francisco Ramírez (trabajó en la cabina en la década del
50); Martín Montenegro y también, José Caldas, el portero y Luis Medina, el
caramelero.
A todos ellos: ¡GRACIAS!
Nota 2: Si bien en la imagen´(de la calle San Martín, con el cine Coliseo) figura el año 1945, es muy posible que la misma corresponda a la década del 60´.
(*) Escrito y publicado en los medios gráficos cuando se
produjo el cierre de los cines en Comodoro Rivadavia, en el año 1990. Incluido
en el libro “Desarraigo y depresión en Comodoro Rivadavia (y otros textos) 1ª,
2ª y 3ª Edición.
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