lunes, 18 de septiembre de 2017

Imprudencia

                No recuerdo si alguna vez lo mencioné, pero desde que era muy chico tuve alguna tendencia a ser imprudente, a actuar con cierta impulsividad, a adoptar conductas de riesgo como diríamos hoy. Apretar timbres y salir corriendo, tirar piedras al techo del vecino y esconderme, provocar peleas con chicos muchos más grandes que yo - que a veces me perdonaban la vida y otras me cagaban a palos -, nadar hasta donde no hacía pie, afanar fruta a los vecinos que tenían perros sueltos o cosas por el estilo. Meras travesuras que hacíamos casi todos los chicos. En la adolescencia me fui perfeccionando de a poco sin deponer, cada tanto, mi actitud temeraria, cosa que mis viejos lo atribuían a que estaba en la edad del pavo. Más adelante creo que más de una vez me puse en riesgo de un modo un tanto desmedido en cosas tales como consumir alcohol y fumar descontroladamente, seguir siendo fana del Millo o volver a casarme, por dar algunos ejemplos que me surgen espontáneamente. Dejo de lado mi militancia en los 70, porque tiene otras connotaciones. Respecto a los acontecidos en mi adultez prefiero no mencionarlos para no abundar en detalles del pasado.

Ya en la tercera edad creo haber logrado cierto dominio sobre tales conductas. Un poco porque soy más consciente del o los peligros que corro y otro poco porque me siento con mucho menos margen que antes y temo efectos que puedan ser irreversibles. (No resistiría otro divorcio por ejemplo). No obstante lo cual de vez en cuando me mando alguna que otra que realmente me ponen en peligro. Como intentar hacer un trámite por mi cuenta en el ANSES, por ejemplo.
            
            Todo esto viene a colación por algo que me ocurrió en el último viaje que hice a Buenos Aires el mes pasado y que paso a compartirles.

            Salí del Congreso del que participaba un tanto agotado. Era el último día del mismo, por lo que la expectativa que tenía era la de aprovechar el tiempo que me quedaba - antes de regresar a Comodoro - para descansar y distraerme un poco. Entre las cosas que tenía previstas estaba la de ir a Colmegna para hacer algo de spa, sesión de masajes incluída. El único inconveniente era que debía caminar unas cuantas cuadras desde donde estaba, lo cual me resultaba algo agobiante dado el cansancio que tenía.
            
           Había caminado unas cuantas cuadras cuando de pronto vi un letrero que decía: MASAJES ORIENTALES, expuesto en la parte alta de una fachada que semejaba un lugar chino (o coreano o japonés) muy chiquito y de aspecto bastante humilde, por no decir medio trucho o, para ser sincero, truchísimo.
            
           Dudé una milésima de segundo – producto de una alarma que siempre aparece en estas circunstancias y que es donde tengo la oportunidad (la única) de abstenerme – pero cruzar la vereda y golpear la puerta fue algo casi simultáneo. A los pocos segundos una mujer china (o coreana o japonesa) abrió una puerta que casi me pega en la cara, dado que se abría para afuera (que después entendí era funcional al hecho de ganar espacio), y al decirle me quería hacerme unos masajes me respondió algo así como: seesperacicomintspodeserloorraycostactrosontos, cosa que con mi habitual facilidad para entender idiomas extraños traduje como: si espera cinco minutos puede ser, y cuesta cuatrocientos, y le respondí que sí de un toque.

Me hizo pasar a un box o gabinete o algo parecido, cuya entrada estaba pegada a la puerta por la que había entrado, de modo que entré con solo dar uno o dos pasos. Una vez dentro me dijo: ponasecomdoquethavenemssaagista, o sea: póngase cómodo que ya viene la masajista. La verdad es que por un instante se me cruzó la idea de dar alguna excusa y salir corriendo, pero el craving (*) pudo más y comencé a desvestirme lentamente. Luego me recosté en la camilla y traté de relajarme. Habían pasado más de los cinco minutos cuando escuché que la recepcionista hablaba por celular en voz muy alta, en coreano (o chino o japonés), con quien yo supuse sería la masajista. Pues daba la impresión que le recriminaba la demora, porque el tono en que le hablaba era parecido al que se ve en las películas de guerra cuando un oficial coreano, o chino o japonés, les grita a sus soldados para impedir que retrocedan ante el desembarco de las tropas enemigas.  

              Cuestión que pasaba el tiempo y nada. Estaba pensando en decir que me iba, cuando de pronto se abrieron la puerta de entrada y la del box casi al mismo tiempo -dado que como dije estaba muy pegadas – e irrumpió la masajista saludándome con absoluta naturalidad diciendo: Ohaacomooshtaavenporsajeeeeee? (hola como está viene por un masaje?), y sin esperar mi respuesta se impregnó las dos manos con algo y comenzó a masajearme.

            Lo que vino después es muy difícil de describir porque aún me cuesta recordar de un modo claro lo que pasó, dado su carácter confuso, irreal, onírico. Pero bueno, paso a contarles.

            Empiezo por aclarar que la sesión duro más o menos una hora. Que fue una  combinación ininterrumpida de masajes propiamente dichos, intercalados con estiramiento de miembros, dedos, torsión de nuca, etc., entremezclado con preguntas o comentarios que me hacía la masajista tales como: sveequehasshhemjessguidossprquenotamuicturado (se ve que se hace masajes seguido porque no está muy contracturado) o: tantemerbenennytmauchchhaaggguua (es importante comer bien y tomar mucha agua), es decir los comentarios habituales   que hacen las masajistas en todo el universo. Pero fuera de esas interrupciones que me tensaban un poco, por cierto esfuerzo que me implicaba hacer la traducción medio amodorrado, me iba sintiendo bien y lo disfrutaba. Todo, cabe mencionarlo, con un fondo musical de canciones coreanas (o chinas o japonesas) que me hacían sentir en un remoto país asiático.

            Habrían transcurrido unos cuarenta y cinco minutos, porque fue justo cuanto la masajista empezó a dar los clásicos golpes con el canto de las manos en lo que es la última etapa de una sesión, cuando – sin golpear la puerta ni anunciarse – entró la recepcionista como una trompa, y gritando en su idioma originario empezó a discutir con la masajista. Lejos de amedrentarse, ésta le empezó a retrucar sin interrumpir los golpes sobre mi cuerpo, dado que fue evidente que a ninguna de las dos se le cruzó por la cabeza interrumpir la sesión para pelearse tranquilas o bien, esperar que terminara para arreglar el entuerto posteriormente. La cosa es que la discusión iba en aumento (de imposible traducción pues también alzaban el tono de voz a la vez que hablaban cada vez más rápido pisándose las palabras mutuamente, como ocurre en toda discusión que se precie), en la misma medida que la masajista iba acelerando los golpes y aumentando la intensidad de los mismos en todo mi cuerpo. Yo ya me sentía jugado. Calculaba que ya faltaba menos o bien tenía la esperanza de que la discusión no se prolongara indefinidamente, por lo que solo atiné a soportar tanto la pelea como  la gradual sucesión de golpes vertiginosos que me daba, los cuales se acentuaban cuando era ella la que hablaba o replicaba y eran un poco más suaves cuando tomaba aire o se calmaba.

            La verdad es que no sé cómo ni porqué terminó la discusión.  Pero en un momento la coreana o china 1 salió del box, en tanto la coreana o china o japonesa 2 continuó dándome los golpes finales como si no hubiera pasado nada, mientras yo trataba de reconectarme de a poco. Pues entre la relajación del masaje, el lugar totalmente exótico, la música y la desproporcionada y desubicada discusión, me sentía un tanto aturdido y confuso. Aunque en ningún momento perdí el conocimiento o llegué a alucinar, creo.

            Pero así como todo suele tener un comienzo y un final (bueno, no todo), el masaje terminó. Buennopodevshhtirsepokeshaterraminnaoos (bueno puede vestirse porque ya terminamos) me dijo oriental 2, y me dejó a solas. Como pude tomé aire y me fui incorporando lentamente cosa de no hacer una hipotensión postural, a la vez que trataba de reorientarme temporal y espacialmente para vestirme y salir sin tropiezos. Casi de inmediato apareció la coreana o china 1 quien con mucha amabilidad me dijo: Esssshperokseesentabensonncatoshintoss (espero que se sienta bien son cuatrocientos), a lo que le respondí que sí, que me sentía bien y le pagué los cuatrocientos.

            Cuando salí la vi a mi masajista (si: a mi masajista) en el fondo del pasillo junto al escritorio de la recepcionista, y sentí deseos de saludarla. Cuando digo al fondo estoy diciendo a dos o tres metros, tal la pequeñez del lugar.

Al dirigirme a ella me percaté de que al lado de donde yo había estado existía otro gabinete en cuya camilla yacía un hombre que parecía inerme, ignoro si porque hacía mucho que estaba esperando y se había quedado dormido o bien porque había sido víctima de un masaje  parecido al mío. Entonces le di las gracias a mi masajista y fue ahí que se me ocurrió preguntarle el nombre. Y para mi sorpresa, generando en mí un impacto cognitivo y emocional –y diría hasta cultural - que aún perdura, me respondió, con una sonrisa increíble y con la pronunciación más clara, más cristalina, más latina, más castellana, más española que pueda haber: PATRICIA….!!!

Debo agregar que quedé molido, pero esa noche dormí como un angelito.


Miguel Angel de Boer
Septiembre del 2017


 (*) Término anglosajón que significa antojo, anhelo, ansia. Se utiliza para referirse al deseo intento y prolongado de consumir una, o varias, sustancia determinada que suele tener un adicto cuando se encuentra en abstinencia (“limpio”)                      

   

3 comentarios:

  1. jajajajaja muy buena experiencia! Grande la masajista Patricia!

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  2. Haber cruzado las puertas de esa casa de masajes ha sido menos peligroso,mucho menos peligroso que hacer los tramites de Anses en forma individual...

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  3. Qué peligro !!!!!Mejor hubieras tomado un taxi e ido a Colmegna !

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