Si la cultura atestigua el modo en
que el hombre socialmente organizado satisface sus necesidades y es el punto de
convergencia del quehacer humano con la realidad material, su producción está
multideterminada y su configuración obedece a distintas fuerzas en pugna.
La sociedad actual se caracteriza
por una transformación que supera lo que el ser humano podía imaginar hace
pocos años atrás. La globalización económica, los avances tecnológicos y
científicos, las modificaciones políticas, dan testimonio de una creatividad
inédita por un lado, a la vez que un creciente deterioro por el otro.
El nuevo orden mundial sustentado en
la racionalidad del mercado, ha empujado a grandes sectores de la población a una restricción en su protagonismo en
desmedro de su identidad, cuando no a una despiadada marginación y miseria.
El eje convocante de esta mesa es
Adicciones y Violencia en el Fin de Siglo. Ahora bien, pregunto y me pregunto:
¿Adicción a la violencia? ¿La violencia de la adicción? ¿Acaso no conforman una
ecuación donde un término se complementa con el otro? En todo caso: ¿No son la
violencia y las adicciones las expresiones de un malestar cultural que afecta a la gran mayoría de la sociedad? ¿Acaso
no es que están adoptando nuevos modos de manifestarse?
En nuestro país, desde el
advenimiento de la democracia, la violencia ha ido cobrando una presencia
distinta.
El monopolio de un poder
dictatorial, a través del miedo y del terror, ejercido sobre la población como
modo de producir un reacomodamiento histórico, se ha transformado, merced a un
epílogo vergonzante de impunidad, en el surgimiento de una violencia errática.
Lo mencionado sumado a las nuevas condiciones socio-económicas impuestas -
donde el consumismo se conjuga con un cada vez mayor empobrecimiento -
promueven en el imaginario social la equívoca certeza de que los fines
justifican los medios.
La deserción del Estado como
mediador de los distintos intereses sectoriales en beneficio de una minoría; la
desarticulación de las relaciones sociales de un modo intempestivo (privatización,
flexibilización laboral, etc.); la desocupación, con su consecuente impacto en
los distintos niveles; la corrupción y la falta de una acción eficaz de la
justicia, son algunos de los factores que en tanto vulneran el sentimiento de
pertenencia, posibilitan asimismo una vivencia desintegradora.
La precariedad, la incertidumbre, el
desamparo, la inseguridad, el miedo, las migraciones forzadas, el desarraigo,
han ido modificando la percepción de una realidad que supera la capacidad de
elaboración, y - no en pocos casos - la capacidad de sobrevivencia misma.
En el concepto de que la realidad
existente es la única realidad posible, el ser humano se ve agobiado en su
capacidad de representarse como un actor significativo partícipe de una
historia colectiva.
El individualismo, resultante de un narcisismo que es apuntalado
constantemente por los modelos referenciales predominantes, fragmenta los
vínculos de cohesión y solidaridad, actuando en desmedro de una adaptación
creativa. El ajuste económico determina un compulsivo
ajuste psíquico, esto es, a una sobreadaptación que conlleva la
desvalorización del mundo interno, promoviendo una deshumanización
desorganizante.
La transición ya crónica que
vivimos, se caracteriza por su alto grado de complejidad cuyos efectos se
patentizan a nivel individual, familiar y social.
El desvalimiento y la falta de
perspectivas reales en contraste con una oferta sin límite generadora de una
demanda artificial, donde la exaltación del hedonismo y la inmediatez entran en
colisión con la insatisfacción de las auténticas necesidades, favorecen la
aparición no sólo de la frustración y la imposibilidad del alcance de ciertos
logros, sino a una verdadera parálisis e impotencia enmascarada o expresada en
conductas impulsivas y compulsivas tendientes a disminuir o acrecentar el nivel
de tensión, al rechazo y fuga de la realidad (tanto externa como interna), al
servicio de la omnipotencia, el no reconocimiento de la diversidad y las
diferencias, en fin, a una primacía del yo ideal.
Los ideales colectivos se ven así
debilitados, sumiendo a los seres humanos en un aislamiento, cuando no en una
despersonalización que, potenciados por un contexto de arbitrariedad y de
desigualdad de oportunidades, se ven inducidos a conductas de violencia y de
adicción.
La
nuestra es una sociedad violenta y adictiva. Las normas éticas, el respeto,
el sentimiento de pertenencia comunitarios, la cooperación, la fraternidad, son
todos valores que se encuentran depreciados.
De modo tal que las conductas
violentas y adictivas están internalizadas como un producto casi natural de los
cambios de la modernidad, esto es: están, en gran medida, legitimadas. (donde todos nos hemos convertido no sólo en
potenciales "asesinos" sino también en "víctimas" "por
naturaleza").
El otro como semejante ha devenido
enemigo, la moral se ve arrinconada por el pragmatismo y la decencia se ha
convertido en un obstáculo en este marketing competitivo.
Los afectos y emociones genuinos se ven
colapsados por la indiferencia y la desesperanza, con la emergencia constante
de una angustia que amenaza la existencia y que exacerba la agresión con
manifestaciones auto y/o heterodestructivas.
En resumen: el origen de la
violencia (y las adicciones) puede ser explicado desde distintas perspectivas
como un fracaso adaptativo, como el producto de una conducta aprendida o como
consecuencia de una alteración psicopatológica, esto es: según se adopte un
modelo socio-cultural, psicosocial o intrapsíquico.
En cuanto a su reversión, ésta sólo será
viable en la medida en que puedan efectivizarse respuestas integrales.
Dr. Miguel Angel de Boer
Comodoro Rivadavia, Octubre, 1996
Nota: Disertación presentada en las II Jornadas Atlánticas
de Psiquiatría - Mar del Plata -
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