lunes, 28 de mayo de 2018

Memoria (cuento)


Estábamos en una azotea y sería media mañana porque el sol ya era intenso y me aplastaba contra el cemento. Me sentía atontado por lo que me habían hecho durante toda la noche pero me sentía contento por seguir vivo. Apenas pude levantar un poco la cabeza pero alcancé a ver algunos edificios a lo lejos, a través de un alambre tejido que rodeaba el pequeño espacio en el que nos encontrábamos, que me recordaba el gallinero que teníamos en mi casa cuando era chico. Sentía la garganta lacerada por la sed y la lengua llagada y anestesiada por el dolor. En realidad lo sentía en todo mi cuerpo. Como una llaga que de tanto dolor ya se había tornado insensible. No recuerdo cuantos éramos y tampoco si los conocía. Algunos se quejaban de tanto en tanto. Otros permanecían en silencio. Un silencio opresivo. Asfixiante. El mismo que debe haber en el infierno si es que existe, pero que es mucho peor porque ocurre en la vida terrenal, humana. El tiempo estaba suspendido, porque el antes ya había pasado y el después dependía de ellos. Y nuestro destino también. Pero eso no me angustiaba tanto cuando escuchaba, en una especie de galpón que había unos metros más allá, el llanto de un chico muy pequeño y los gritos de alguien que parecía amenazar a la madre con el tormento del niño. Me imaginaba la escena, porque no alcanzaba a ver nada. Y recuerdo aún cómo todo mi sufrimiento quedaba relegado ante la pena insoportable que me producía algo que jamás imaginé tener que tolerar. No sé si el dolor del chico. No sé si el espanto de la madre. No sé si la maldad del torturador. No sé si una vergüenza infinita por nuestra especie. Pero sé que era la más grande de las tristezas. Por todo. Por todos. Fue entonces que vinieron dos o tres a ver como estábamos. Eran jóvenes. Estaban de yin y remera y uno tenía antejos ahumados. Se los veía frescos, relajados. Comentaron lo lindo que se veía el cielo y el más alto se alegró porque más tarde iba a ir de picnic con los hijos ya que salía de franco. Hubiera preferido mil veces que me pegaran. O estar muerto. Que escuchar esos comentarios en ese sitio y en esas circunstancias. Una conversación normal en el más anormal de los lugares. Abominable. Y sentí nuevamente, porque no decirlo, pena por mí mismo. Tremenda pena. Tremendísima. Y me prometí no olvidarlo nunca. Con la profunda esperanza de poder contarlo, no sé si para que se supiera o para yo constatar que había ocurrido. Porque lo que más deseaba con toda mi alma era que fuera un sueño. Pero temía, también con toda mi alma, con todo mi ser, con lo más genuino de mi ser, que se convirtiera en un sueño porque de esa manera se transformaría en efímero, insustancial. Se desvanecería. Y eso sería mucho peor. Entendí entonces que aunque no lo deseara, debía perpetuar el dolor todo el tiempo que fuera necesario hasta que se transformara no solo en recuerdo sino también en memoria, porque sin ella sería por siempre un muerto en vida. Y nada, nada, nada, valdría entonces la pena.
Miguel Angel de Boer
Comodoro Rivadavia, Diciembre, 2009.

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