viernes, 20 de diciembre de 2013

Los fines de año


 “Este año otra vez se me pasó volando”, “todavía no saqué el arbolito del año pasado” o “en casa ya ni lo armamos”, son algunas de las expresiones que suelen escucharse a medida que nos vamos acercando a “las fiestas”.  El fin de año, que llega casi abruptamente por un transcurso del tiempo que percibimos cada vez más acelerado, nos impone - también vertiginosamente -  la irreductible certeza de nuestra finitud y la de nuestros seres queridos, es decir, de aquello que tal vez sea lo único verdaderamente esencial para darle significado a nuestra existencia.
                Cierto que el fin de año también es época de sueños, esperanzas y renacimientos, pero es a otros aspectos a los que voy a referirme. No por melancólico, sino porque son los que posibilitan que en los fines de años se expresen estados de ansiedad y estrés, pánico, fobias, irritabilidad, intolerancia, conductas de riesgo, accidentes, abuso de consumo en todos los órdenes y los más diversos conflictos y descompensaciones. Es decir, todo lo contrario a un encuentro de paz, reflexión y alegría (que no lo es la euforia maníaca) que correspondería a la celebración de la vida a pesar de sus sinsabores.
                Es que al aproximarnos a  estas fechas  las vivencias de las pérdidas se acentúan. Sean económicas, de salud, familiares (separaciones, fallecimientos) o académicas. Sean reales o simbólicas. Los duelos (lucha, dolor) cobran una intensidad distinta a la de otras épocas del año, por lo que quienes atraviesan estas circunstancias (¿quiénes no?) deben afrontar ahora con toda su crudeza el proceso emocional y afectivo que esto conlleva. Los que no están lo están menos, hay lugares vacíos en la mesa, las ausencias no se pueden enmascarar, las lejanías se acentúan. La soledad o los sentimientos de soledad se tornan mucho menos tolerables, todo lo cual suele conducir a la depresión y el aislamiento, a una mayor vulnerabilidad.
Tiempo de evaluación y de balances, de lo que se logró y lo que no. Los problemas no resueltos reclaman con urgencia su plena satisfacción, las demandas se desbordan, las tensiones buscan su descarga perentoriamente. Así, las recriminaciones, las acusaciones, los “pases de factura”, los resentimientos, las culpas, los autorreproches, se van imponiendo involuntariamente, obsesivamente.  De ahí las conductas impulsivas, la agresividad en todas sus formas, la violencia, como expresiones de la impotencia, del sufrimiento, del dolor. Por el incumplimiento de expectativas y decisiones que no han sido realistas o bien porque a veces las cosas salen mal. Se trate de un infortunio amoroso, una mudanza desafortunada o un conflicto laboral o político resuelto insatisfactoriamente.  Claro que todo depende de las circunstancias que a cada uno le toca en suerte vivir,  pues no es lo mismo perder en un negocio en la bolsa que padecer una injusticia o ser víctima de un delito o una discriminación.
Las exigencias que la cultura del éxito y la satisfacción consumista imponen, no dan lugar a la frustración, al error, a las duda, a la tristeza, al fracaso, sino que por el contrario deshumanizan la existencia vaciándola de su contenido primordial, cual es el crecimiento a través de la experiencia y el aprendizaje. Imperativo consumista que, potenciado por la anomia y los modelos de inmoralidad que se exhiben con total impunidad, motorizan un “vale todo” que exacerba aún más al individualismo por sobre la solidaridad, a la destructividad por sobre la capacidad de pensar  y actuar creativamente.
Es por ello que para muchos el anhelo es “pasar las fiestas lo más rápido posible”, como modo de atemperar el momento de fragilidad que los atraviesa.  Así como para otros es una oportunidad de encuentro y afianzamiento.
Lo dable para todos sería la integración, el reconocimiento de lo que fue y lo que es: un año más y un año menos. Comprender que es a partir de la aceptación - que no equivale a gusto - de la realidad es posible su transformación.
Que la vida, pues de ella estamos hablando, está para ser vivida. Mancomunadamente.
                Lo que implica sumergirse en todo lo que ella nos brinda para a la vez poder brindarnos a ella, enalteciéndola. Enalteciéndonos.
               
                Dr. Miguel Angel de Boer

                Diciembre, 2013