A poco de despedir a mi perro Boogie,
lo que aún me parece mentira, no puedo dejar de rememorar otra despedida
– la de Anna (*), mi mamá – que fue muy
parecida.
Con sus ya ajetreados 83 años y
las huellas de muchas penurias en su envejecido cuerpo, seguía, no obstante,
viviendo la vida con la naturalidad que suelen tener los que alcanzan
sabiduría. Ese fluir en la existencia con la existencia misma, deslizándose en
ella, aprovechando cada bocanada de oxígeno y abriendo
los poros del alma, enalteciéndola.
No puedo dejar de asociar a mi
vieja con las flores de su jardín, su arte en la costura, sus quintas, las comidas caseras o los dulces que con toda su
ternura preparaba para nuestra delicia.
Pero como suele ocurrir, también a ella llegó el momento en que no pudo más y decidió – o más bien se le
impuso – el descanso que tanto merecía.
Su corazón venía ya debilitado,
cosa que fue anunciada por un infarto no hacía mucho tiempo atrás. Pero mi
(nuestra) separación matrimonial fue determinante pues creo que el dolor superó la fortaleza que siempre tuvo, pues días
después que le comuniqué la decisión - que le impactó hasta la desesperación muy preocupada por lo que les podría pasar a mis hijos - hubimos de internarla de urgencia en una unidad de terapia
intensiva.
Desde entonces hasta su muerte,
nunca más recobró la conciencia.
Esto ocurrió en Comodoro, y yo me ocupaba de ir a verla porque mi
hermana se encontraba en Buenos Aires, tratando de viajar lo antes posible,
cosa que le explicaba a mi vieja, pese a su estado vegetativo, con la esperanza
de que pudiera escucharme.
Ni bien llegó Stella, mi hermana,
y luego de ponerla al tanto de la situación, fuimos al hospital (el Alvear) para que pudiera encontrarse con
ella. Como lo hacía habitualmente, la saludé y le conté que ya estábamos juntos
los tres (mi viejo ya había fallecido hace tiempo), que todo estaba bien, y no
recuerdo cuantas cosas más. Lo que si me acuerdo es que en un momento le dije
que ya podía descansar tranquila, que le agradecíamos todo lo que nos había
brindado, que no queríamos que sufriera más, y cosas por el estilo. Fue entonces
cuando vimos que unas lágrimas cayeron por su rostro y los dos nos abrazamos a
ella conmovidos en lo más profundo de nuestros corazones, por cuanto sentimos
que era su despedida final. Luego la
besamos en la frente y nos retiramos con una inmensa tristeza y alivio a la vez, emocionados por haber vivenciado algo maravilloso.
Horas después nos llamaron para avisarnos que había muerto.
Pasaron varios meses o tal vez
más de un año, cuando abrí el último frasco de dulce de damascos – de los
árboles de casa – que ella había elaborado y donde usaba un sistema de
conservación natural que utilizaban los inmigrantes sudafricanos (afrikaaners o boers) en el campo, mediante el cual podía durar un
tiempo increíblemente largo.
Aún recuerdo como lo fui saboreando
de a poco, día tras día. Disfrutándolo con todo mi ser, con la congoja de que
algún se iba a terminar. Estirándolo para prolongar ese sabor y ese aroma que
solo ella lograba, y que para mí nunca había habido ni habría otro igual.
Del
mismo modo en que se despidió ella, con lágrimas de amor deslizándose por mis mejillas, ingerí el último bocado, y sentí que la dulzura más infinita me habría de acompañar para siempre.
Miguel Angel de Boer
Comodoro Rivadavia, Abril 2013
(*) Anna Jacoba Venter de de Boer (09-08-07/22-03-91)
(*) Anna Jacoba Venter de de Boer (09-08-07/22-03-91)