jueves, 6 de octubre de 2011

domingo, 2 de octubre de 2011

Presentación de "Desarraigo y depresión (y otros textos) por Silvia Coicaud

Des-arraigo: sin arraigo. Miguel dice que el arraigo “consiste en un profundo sentido de pertenencia, sin menoscabo de la propia identidad. El sujeto debe poder discriminar lo malo, lo penoso, lo triste, lo injusto que lo impulsó a tomar la decisión de partir (que es morir un poco) para poder establecerse creativamente, sanamente, en su nuevo lugar de existencia”, apunta en su libro.

Esta apuesta por la creatividad como un modo de arraigarse a un nuevo entorno y lograr apropiárselo y pertenecerle nos lleva a pensar que no hay un único mundo real, preexistente a la actividad mental humana y al lenguaje simbólico humano. Y cada sistema de símbolos tiene sus propiedades referenciales, en las cosas que imaginamos, en las figuraciones, en las creaciones literarias, en nuestras metáforas, las cuales median entre un símbolo y lo que representa.
Lo que nosotros llamamos “mundo” es siempre el producto de alguna mente. El mundo de las apariencias, el mundo mismo en el que vivimos, es el que creamos con la mente. El mundo humano se hace desde la actividad cognitiva del artista (y aquí tenemos, por ejemplo, la prolífica obra narrativa de Miguel), desde las ciencias o de la vida ordinaria (como el mundo de la casa y la familia, donde reina el sentido común). El saber es una ilusión de certeza, pero es provisional, porque a un paradigma le sucede otro, por sus inconsistencias, por los olvidos, por las mejores explicaciones.
Todos estos mundos –ciencia, arte, política, juego, cotidianeidad….- han sido construidos, pero siempre a partir de otros mundos, creados por otros. Ningún mundo es más real que los demás, ninguno es ontológicamente privilegiado como el único mundo real. Los materiales con los que trabaja el ingeniero no son más reales que los procesos psicológicos que los produjeron. Borges, Mozart y Van Gogh no encontraron hechos los mundos que produjeron, ellos los crearon.
Nosotros, los hijos y nietos, y ellos, los padres y abuelos inmigrantes que llegaron a Comodoro Rivadavia, tampoco encontraron la ciudad hecha, forjada, y contenedora de todos los sueños. Como dice Miguel: tuvieron un trabajo de duelo, una lucha laboriosa en la que afloraron la idealización, la negación o la disociación para resolver los conflictos que se producían en sus almas por el mundo que habían dejado atrás, y por el nuevo mundo que les tocaba construir en estas tierras. Y apuesta Miguel: “ es posible que les competa a las generaciones actuales recuperar la historia de Comodoro, de lograr la integración tomando la experiencia como un todo … condición indispensable para posibilitar un mayor compromiso con lo que acontece día a día, superando el deseo fantástico o la ilusión de estar de paso, o lo que es peor, de que todo seguirá irremediablemente igual” .
Pero la realidad en la que vivimos nos muestra que las identidades clásicas: naciones, clases, etnias, ciudadanía, ya no nos contienen como antes en este planeta globalizado en el que existe inconformismo. La crisis de los paradigmas y de las certidumbres provocan insatisfacción. Pero la identidad es un proceso de construcción permanente. Como dice Miguel: “no se logra de una vez y para siempre, sino que se va estructurando continuamente en una ardua tarea de elaboración”. Nuestra ciudad tenía -según el censo del año 1944- ciudadanos provenientes de 42 países diferentes. Constitución de catalejo de identidades étnicas, nacionales y extranjeras que generó una interdependencia asimétrica y desigual. Esta diversidad es analizada por Miguel a través de varios relatos en su libro. En el capítulo “Desarraigo y depresión en Comodoro Rivadavia” explica que, a pesar de que las migraciones parecían voluntarias, en realidad fueron forzadas, y aquí aparece crudamente el problema del exilio. Miguel ilustra con anécdotas las dificultades que tuvieron los grupos oriundos de otros países para adaptarse a un clima inhóspito, a la distancia, al aislamiento y a otro idioma. En la estancia de los Visser, por ejemplo, él, el director, hablaba afrikaans, su mujer inglés y el maestro de la escuela español.
Desde estas historias que nos aporta el autor, descubrimos escenarios de tensión, de conflicto y de lucha por acomodarse a otra vida, pero también a la necesidad emocional de no perder lo propio. Es entonces que desde los intersticios podemos reflexionar sobre estas realidades de nuestra historia reciente, intersticios donde las narrativas se cruzan o se oponen, donde hay encuentros y desencuentros, grupos de elite que deciden las reglas de juego del vivir y del trabajar, sectores subalternos que obedecen, posturas colonialistas y fronteras fuertemente marcadas entre los poseedores del saber técnico para extraer la riqueza minera, y los desposeídos total o parcialmente del capital simbólico de los conocimientos que otorgan los años de escuela.
Miguel nos dice que las personas “van conformando su psiquismo en base a sucesivas identificaciones… nos vamos constituyendo en relación al modo en que son nuestros padres (o quienes cumplen las funciones de tales) …tanto en lo que representan como modelos en sus conductas externas, como lo que nos transmiten por sus características internas…. Y esto no sólo remitiéndonos sus vivencias individuales, sino también las pautas culturales (la cultura misma) de la que son producto y en las cuales se hallan insertos”. Este énfasis en la cultura como propiciadora de las identificaciones del psiquismo humano nos lleva a pensar en la obra de Jerome Bruner: “La educación, puerta de la cultura”. Aquí se nos plantea que en los años noventa coexistieron dos hipótesis fuertes acerca de los modos de funcionamiento de la mente humana. Una era que la mente podía concebirse como un mecanismo computacional, procesando información, almacenándola, organizándola, distribuyéndola y recuperándola de manera similar a como lo hacen las computadoras. La otra hipótesis se aleja de esta analogía con las máquinas, y explica que la mente se constituye por y se materializa desde el uso mismo de la cultura humana. La evolución de la mente no podría darse si no fuera por la cultura, porque está ligada al desarrollo de una forma de vida en la cual la realidad está representada por un simbolismo que es compartido por los integrantes de una comunidad.
Si bien los significados están en la mente, sus orígenes y sentidos radican en la cultura misma en que se crean. Y es este rasgo situado de los significados lo que asegura su negociabilidad y su comunicabilidad. Son la base del intercambio cultural. Por eso, el conocer y el comunicar son interdependientes, pues por mucho que el sujeto parezca actuar por su cuenta, nadie puede hacerlo sin la ayuda de los sistemas simbólicos de la cultura. Vivimos en una sociedad con escombros. Cuando propiciamos un nuevo orden simbólico, lo hacemos sobre otro pre-existente. Construimos sobre los escombros que ya están, y esto permite que no se derrumbe lo nuevo. Desde esta concepción, el aprendizaje y el pensamiento se sitúan siempre en un contexto cultural, y dependen de la utilización de recursos culturales diversos.
La función cultural colectiva más importante consiste en externalizar el pensamiento a través de obras. Obras que casi llegan a alcanzar una existencia propia, y que pueden manifestarse en la ciencia y en el arte, o en producciones más modestas pero que otorgan identidad a sus creadores. El “inventor de la Nostalgia de este siglo”, como lo llama Miguel a John Lennon, fue un ejemplo de esta apuesta por los sueños plasmada en música y poesía gestadas para ser compartidas. Dice Miguel que revolucionó el mundo de aquella época, “en un planeta que sangraba por los cuatro costados con guerras inmorales…. Lennon trampeaba –casi con ingenuidad- tanta locura. Un joven de origen humilde, huérfano e inculto –un chilote de Liverpool- se transformó en un creador irreverente que testimonió lo válido de la vida”.
Las obras del mundo de la cultura posibilitan, a través del trabajo mental, liberarnos de la ardua tarea de volver a pensar en nuestros propios pensamientos, rescatando la actividad cognitiva y emocional de su estado latente, para hacerla pública, negociable y accesible a otros. El proceso de pensamiento y sus productos se van amasando, pasan de ser ideas vagas y borradores a adquirir formas que estimulan las reflexiones colectivas. El cine, nos dice Miguel, ha sido desde sus comienzos “un sorprendente y formidable anticipador de la realidad”. Su magia consiste en que “nuestros conflictos y sentimientos más íntimos se `proyecten` en la pantalla, donde los tiempos y los espacios transcurren y se despliegan –como en los sueños- libremente”. Miguel comparte con nosotros un pedazo de su infancia y adolescencia, cuando en Comodoro teníamos varios cines en distintos barrios, y aún con mucho frío o tormentas de viento íbamos a disfrutar del encanto de las películas, que tironeaban de nuestra imaginación y nos metían en historias inolvidables.
Sin embargo, esta apuesta por las obras de la cultura, por la creación de mundos posibles del pensamiento en la literatura, en la música, en la pintura, en la ciencia sólo será posible si logramos educarnos. Y para ello tenemos que comprometernos en la construcción de culturas escolares que funcionen como comunidades mutuas de aprendices. Miguel en su libro cita un diálogo mantenido entre un chico y su padre, en el que le pide en forma urgente dinero para pagar la cooperadora de la escuela, porque si no la señorita los reta, y les dice que “…pobre el que no venga mañana con la plata de la cooperadora”. Porque el autoritarismo se puede manifestar en todos los ámbitos, y la educación no es inmune. La persona autoritaria vive al otro como una amenaza, confunde sitio con atribución y autoridad con mando. Clasifica en buenos y malos, vigila y controla, hace del sufrimiento una virtud elogiable, ritualiza las formas y desconoce las necesidades ajenas, porque en realidad, dice Miguel, le angustia pensar. No puede hacerlo creativamente. En nuestras instituciones educativas persisten situaciones de autoritarismo, en todos los niveles. A veces se manifiesta desde fenómenos bruscos y evidentes. Otras veces, desde dispositivos sutiles y solapados, pero con efectividad real. El prejuicio etiquetador de los que enseñan, expresado en la clasificación de “chicos inteligentes y chicos no inteligentes con problemas” implica un destino implacable para muchos jóvenes. Alguien dijo que educar es aquello que hacemos para impedir que el origen se convierta en una condena, pues la pedagogía consiste en hacer amable la violencia simbólica que siempre existe en las escuelas. Los docentes que apuestan por enseñar para acortar la distancia entre sus verdaderas aspiraciones educativas y las condiciones de la realidad se comprometen con propósitos emancipadores, pues confían en el principio de la igualdad de las inteligencias. Los contenidos nunca emancipan. Lo que emancipa es la propia relación educativa, cuando los que enseñan se asumen como sujetos de la palabra y sujetos sociales. Porque como dice Miguel, el poder está en todas partes, y “…todos buscamos, deseamos igualdad de oportunidades….en pos de un pleno desarrollo afectivo e intelectual…. Quienquiera que ocupe un lugar o un rol de responsabilidad respecto a los demás, que ejerza su poder –el que le cedimos- para beneficio de todos”.
Al final de su libro, Miguel nos narra el cuento “Somnolencia”, en el que a Comodoro le roban su minita, que le daba todo, pero se las banca. Esta narración representa la preocupación que el autor expresa en la Introducción de su obra, cuando dice que Comodoro, que el sur, que la Patagonia deben tomar conciencia de su propia existencia, renunciando a su inercia. Porque como dice Borges: “El Palacio no es infinito…. A nadie le está dado recorrer más que una parte infinitesimal del palacio. Alguno no conoce sino los sótanos. Podemos percibir unas caras, unas voces, unas palabras, pero lo que percibimos es ínfimo y precioso a la vez. La fecha que el acero graba en la lápida y que los libros parroquiales registran es posterior a nuestra muerte; ya estamos muertos cuando nada nos toca, ni una palabra, ni un anhelo, ni una memoria. Yo sé que no estoy muerto”.