domingo, 17 de julio de 2011

La Puta

Ignoro cuanto tiempo había transcurrido desde que me arrojaron, después de molerme a palos en el Pasaje Santa Catalina, a esa oscura y helada celda en una seccional cercana al río, adonde me habían llevado para mantenerme aislado hasta que disminuyeran o desaparecieran las huellas de la tortura.
Acostado en un cama de cemento, sin nada mas que lo puesto, cada tanto me despertaba a los gritos desesperado por el dolor y los calambres, afiebrado y temblando de frío por las noches y empapado de sudor durante el día. Resistía con llantos y gemidos hasta que volvía a caer en una profunda inconciencia, la que, por suerte, me deparaba un verdadero sosiego en el medio de tan insoportable pesadilla.
Recuerdo que fue una de las noches, pues apenas distinguía donde estaba, que escuché un chistido desde la puerta de rejas que daba al patio. Me incorporé haciendo un tremendo esfuerzo y el que estaba en la puerta (que después supe que era un preso común, que así denominábamos a los que no eran políticos) me alcanzó a decir “tomá varón” a la vez que me tiraba una frazada a las apuradas. Sin poder creerlo, me envolví en la misma y me dormí con lágrimas de felicidad sumiéndome en, creo, un nuevo desmayo.
Así pasaron horas o tal vez días. Aún hoy no lo puedo precisar.
Solo sé que casi no podía moverme y tampoco quería pensar. Aunque no lograba evitar que surgieran, entremezcladas, imágenes de la Flaqui y mi preocupación por lo que pudiera estarle ocurriendo (ignoraba que ya la habían trasladado al Buen Pastor), de mis compañeros y de mi familia. Y también las de Raúl “Sérpico” Buceta (que recién empezaba su carrera de destacado torturador y que, recuerdo, en un momento me desafió a pelear con él mano a mano, enfurecido porque yo no hablaba y endurecía el abdomen cuando me pegaba. “Miren como pone durito, decía. Se ve que está preparado. Sáquenle las esposas y que pelee, a ver si es tan macho como parece” agregaba medio descontrolado. Por supuesto me negué, cosa que le dio mas bronca la cual descargó con todo gusto con sus golpes de karate), y la del comisario Telleldín, uno de los fundadores del Comando Libertadores de América, la triple A cordobesa, tipo malo, frío y calculador, que también me pegó hasta cansarse. Y las de varios mas cuyos nombres he olvidado.
De todos modos de a poco me iba recomponiendo, por lo que los momentos de lucidez se acrecentaban, y con ellos el dolor en todo mi cuerpo.
En otro momento me tiraron un paquete con un solo cigarrillo y un fósforo en la funda que lo recubría, lo que para mí, en esas circunstancias, era algo inapreciable, un tesoro inconmensurable.
En verdad no recuerdo con claridad como fue transcurriendo todo.
Lo cierto es que un día uno de los guardias me llevó hasta al baño donde pude orinar, aunque con sangre, en un inodoro que merecía el nombre de tal, cosa que en esas circunstancias era una maravilla. Y porque mi celda ya daba asco.
Cuestión que los presos se iban turnando para alcanzarme distintas cosas como agua, algo de comer o puchos. Todo de una manera fugaz cuando tenían patio o alguno pasaba para ir al baño, corriendo el riesgo de que los atraparan. Y lo digo con todo énfasis, pues fui testigo de los castigos brutales a los que eran sometidos cuando los sorprendían en falta. Y no pocas veces por la arbitraria y perversa descarga de alguno de los hijos de puta que estaban de guardia. O sea: porque si.
Habría pasado una semana por lo menos cuando, luego de que revisara el médico policial, me pasaron a una celda común, donde por supuesto, tuve que compartir con otros presos un espacio muy reducido y superpoblado.
Lo que viví esos días merecería un libro, como cuando tuve una tremenda diarrea y ante la negativa de la guardia para poder ir al baño, pese a los gritos que dimos todos, no me quedó otro remedio que cagar en una bolsa de plástico, mientras mis compañeros estiraban la cara, a las carcajadas, a través de las rejas para no descomponerse. O como cuando llegó un preso nuevo diciendo que lo habían detenido por haber matado a uno que intentó asaltarlo, y después el que estuve en tremendo apuro fui yo tratando de impedir que lo mataran a él porque los demás se salían de la vaina de la bronca.
Pero hay algo que jamás olvidaré y son las putas con las que compartíamos el cautiverio. Y sobre todo una de ellas que siempre tendré presente.
En la seccional, las putas iban y venían todas las noches. Las tenían a veces horas, a veces días. Las soltaban, volvían a encarcelarlas y así continuamente, en una rutina totalmente naturalizada.
Una noche me llegó, mediante el pase de cosas que se hacía de celda a celda a través de las rejas con una frazada, un regalo – que no recuerdo que era – con una pequeña carta de amor. Aún tengo presente que tenía faltas ortográficas, pero también que fue una de las mas profundas declaraciones de amor que recibí en mi vida. Tal su profundidad, su ternura, su fluidez y sinceridad. Recuerdo que la releí una y otra vez impactado por esas palabras que, en el medio de la incertidumbre, acariciaban mi alma con una calidez que iluminaba mi ser de alegría.
Así, comenzamos a escribirnos, y las cartas iban de celda a celda, ida y vuelta, y no solo yo, sino mis compañeros esperábamos ansiosos la respuesta. Porque ocurre que empecé a compartirlas en voz alta, cosa que sé que también hacía ella con las que yo le enviaba.
Y a cada lectura, el amor nos invadía a todos. Ellos escuchaban con suma atención cada palabra, y cuando concluía nos quedábamos todos en silencio, arrobados de sensaciones y fantasías que nos alejaban de la horrible situación en la que nos encontrábamos. Más de una vez, luego de una lectura, alguno se ponía a cantar con alegría y el aire parecía tornarse más diáfano a pesar de que estábamos tan hacinados que apenas podíamos movernos.
Recuerdo que solo la vi una vez, una tarde que las sacaron al patio y alguien me la señaló para que la conociera. Ella también me vio y me saludó con la mano y una sonrisa plena de felicidad. Luego de tantos años no puedo recordar su rostro, pero se que era muy linda y que me miró con una infinita dulzura.
Cuando anunciaron que me trasladaban a la cárcel de Encausados (de donde, luego de la huelga de hambre que hicimos en todas las cárceles del país, me llevarían a la Penitenciaría de Barrio San Martín), no pudimos despedirnos personalmente. Solo sé que las otras putas trataron de consolarla de todas las maneras posibles porque no paraba de llorar.
Lo último que le escribí fue un poema. No sin lágrimas y emoción tanto propias como las de mi compañeros de celda
Con el tiempo me olvidé de su nombre.
Nunca supe quien era y, por supuesto, tampoco nunca más supe de ella.
Pero para mi será, por toda mi vida, mi querida, adorada, inolvidable, Puta.

Miguel Angel de Boer
Junio, 2011