jueves, 12 de mayo de 2011

Descuido

Me ocurrió el viernes, unos minutos después de las 10 de la mañana, antes de prepararme para ir al hospital. Como todos los días, me levanté temprano, estuve leyendo los diarios on line, bajando material, estudiando un poco. Ya me había duchado y desayunado. Aún no me había vestido. Con la ropa de salir quiero decir. Estaba con: camiseta, pantalón de pijama, medias y las pantuflas que uso en invierno. Como la noche estuvo ventosa y por la mañana temprano también, decidí pasar el escobillón para sacar el polvo acumulado en la puerta de entrada a casa. O de salida. O sea la principal, la que da hacia la calle, pequeño jardín de por medio. Se trata de una puerta metálica, muy maciza, con una también muy maciza cerradura, de esas que de afuera solo se pueden abrir con la llave. Cuestión que empecé a pasar el escobillón y a sacar la tierra hacia fuera. Pero como aún había algo de viento, el mismo la volvía es esparcir hacia adentro. Decidí entonces no sólo sacarla sino también esparcirla un poco más hacia afuera. Es decir a la pequeña parcela de césped que tengo a modo de jardincito. Entusiasmado barrí con rapidez y fuerza, para arrojarla lo más lejos posible. Fue entonces que - aún ignoro si fui lo hice en un descuido o pasó por algún golpe de aire - se cerró la puerta. Estando yo afuera, claro. Sin llave, claro. Sin nada con que abrir la puerta, claro. Sin celular. Sin nada mas que el escobillón en la mano y medio en pelotas. Con unos 12 grados de temperatura, o menos, viendo a la gente y los vehículos pasando por enfrente tratando de invisibilizarme. En una millonésima de segundo creo me dí cuenta de todo. En otra millonésima de segundo sentí primero un pequeño vahído. Un amague de desvanecimiento. Simultáneamente un deseo angustioso de llorar desconsoladamente. El mismo que no solo sentía sino que daba rienda suelta con todos mis pulmones cuando era chico, en cualquier situación que me superaba, sabiendo que de inmediato acudirían en mi auxilio y protección. Pero como ya soy un tipo grande no lo hago más porque me da mucha vergüenza. Fue entonce que, tratando de evitar la hiperventilación que, lo sé, anuncia un ataque de pánico, me dije que lo mejor era tratar de ver como lo resolvía. Por empezar no tenía sentido romper un vidrio pues casi todos son grandes ventanales y me parecía una solución muy reactiva. Y posiblemente costosa. Veamos me dije. La única persona que tiene una copia, está trabajando a más o menos dos mil kilómetros de distancia. No tengo su número de teléfono y si lo tuviera tendría que conseguir de donde llamar. Lo mismo para ubicar a un cerrajero. Bueno. Bien. Muy inteligente el planteo. Ahora, me dije, desde cual teléfono vas a llamar, señor inteligentón. Bueno, hay varias opciones, continué mi reflexión. En lo del vecino. En el centro odontológico o en la AFIP que están a cada lado de casa. En cualquier negocio de los que están enfrente, cruzando la vereda. Veamos. Lo del vecino es una buena opción. No tengo que exponerme tanto. A lo sumo me verán los que pasan por casualidad. Dicho y hecho. Salí, tratando de caminar como si estuviera normalmente vestido y toqué el timbre. Nadie respondió. Volvía a tocar. Nada. No están, concluí sagazmente. Bueno. A ver. Si voy al centro odontológico casi seguro que tengo que bancarme que me vean no sólo los que atiende, sino los pacientes que están esperando. Descartado. En la AFIP, una repartición pública, que aparezca su vecino psiquiatra, escritor, etc, en pijama, pantuflas, camiseta, diciendo que quedó afuera por descuido, puede motivar esas carcajadas como sólo suelen emitir los empleados públicos. Es decir, voy a convertirme en un hazmerreír de por vida, pensé. Paso. Me queda cruzar la calle e ir alguno de los negocios de enfrente. Si. Otra no hay. Bueno, si. Desaparecer o morirme de un síncope. Pero no. Vamos todavía. Con la misma decisión con la que debe actuar alguien que se tira por primera vez en paracaídas luego de un curso veloz, me ajusté el piyama y me dirigí a un negocio de artículos de belleza que está casi enfrente, en donde alguna vez compré algún jabón o alguna otra cosa. Había tres jóvenes empleadas. Creo que si hubiera entrado Bin Laden, no se hubieran impactado tanto. Yo, con la mayor naturaleza que puede tener un ser viviente les comenté, así como al pasar, lo que me estaba sucediendo. Adelantándome a cualquier inferencia, hipótesis o conclusión sobre mi persona, les fui describiendo mi atuendo, explicando porque no me había alcanzado a vestir, mientras ellas miraban ora mis pantuflas, ora mi camiseta, tratando, supongo de discernir, de organizar en su mente, dentro de sus posibilidades, lo que estaban presenciando y escuchando. Cuestión que luego de enterarme que no sabían de ningún cerrajero, de que al intentar entrar en Internet se percataron de que estaban sin conexión, y de que tampoco tenían una guía telefónica, les solicité con total naturalidad - volviendo a superar mi inminente crisis de llanto infantil que quería asomar- que por favor fueran a buscar una guía en algunos de los negocios próximos. Mientras una de ellas lo hizo, las otras siguieron acomodando mercadería, mientra yo interiormente rogaba que no entrara ningún cliente, que en general suelen ser clientas. Ya con la guía en mano llamé al cerrajero y luego de agradecer, también con absoluta naturalidad, a las amables y perplejas damas, crucé nuevamente a casa a la espera de mi salvador. También lo llame a Gaby, el secretario del hospital, avisándole que no iba a poder ir al servicio contándole lo que me estaba pasando. Casi me destroza el oído con la carcajada que largó y supongo que, a esta altura, todo el hospital debe estar enterado de lo que me pasó. Pacientes incluidos. Sigo. Como mencioné estaba muy frío, pero por suerte en ese momento asomó el sol durante unos minutos, lo que me evitó congelarme mientras aguardaba. Obviamente los minutos me parecían horas, por no decir meses. Acompañado de fantasías y dudas como “vaya a saber si viene”, “habrá anotado bien la dirección” y cosas por el estilo, referidas al cerrajero. Pero cuestión que llegó. Mi primera intención fue saltar y abrazarlo llorando de alegría. Ya, en ese momento, estar medio en pelotas no me significaba ningún tipo de incomodidad. Cosa que no fue lo mismo para el cerrajero. De lo que me dí cuenta cuando por la forma en que me miró. Pero no sé que cara habré puesto porque me saludó y comenzó hablar como si yo estuviera vestido de traje y corbata. Tal su indiferencia a mi precaria, por no decir ridícula, caricaturesca, presentación. Ahí nomás se puso a trabajar y yo pensé: salvado. Error. Transcurrían los minutos, para mí horas, y no lograba abrir la puerta. Yo lo veía metiendo alambres, destornilladores y distintos implementos, de esos que parecen tan simples pero que solo saben usar los que saben, sin resultado. Luego de no sé cuanto tiempo, vi que tomaba un martillo dispuesto a desvencijar la cerradura, y en un rapto de lucidez desesperada le sugerí, a tiempo, que antes probara con la puerta del garage. Con un brillo de alegría en la mirada al ver que era otro tipo de cerradura, más simple, supongo, fue y la abrió en un santiamén. La alegría nos desbordó a ambos y estuvimos a punto de abrazarnos, pero por suerte no lo hicimos. Porque cuando abrí la puerta, que se abre para afuera, quedaba apenas una hendija, porque mi coche estacionado en la entrada, impedía que pudiera abrirse más. Es decir, como para que pudiera pasar yo o el cerrajero. El espacio era ideal para un niño no muy obeso o para un enano no muy grande. Pero no para ninguno de nosotros. De modo que teníamos una puerta abierta inútilmente y la otra cerrada. Es en esas situaciones que uno siente que los años no pasan en vano. Que si se ha sobrevivido a peripecias tales como una dictadura, o tantos sinsabores, como uno se va a poner a llorar porque no puede entrar a su propia casa quedando afuera medio en bolas, cagado de frío y acompañado de un cerrajero que no puede abrir una cerradura. Y seguramente a él le pasó algo parecido. No sé si porque se dio cuenta de mi desesperación o mas bien a mi incipiente pero notable abatimiento. O tal vez porque escuchó el gruñido lastimero de mi perro, Boogie, que lógicamente quedó atrapado adentro sin entender nada. Que iba de puerta en puerta seguramente creyendo que todo era un juego, hasta que se dio cuenta que el tiempo pasaba y comenzó a inquietarse. El asunto es que no sé porqué motivo el cerrajero arremetió contra la cerradura nuevamente y en apenas unos pocos minutos pudo abrir la puerta. Le agradecí como se puede a agradecer a alguien que nos salva la vida luego de días de estar flotando en una balsa a la deriva. Le pagué con yapa y volví, feliz, a la tranquilidad de mi hogar. Ya era como la una de la tarde.Todavía tenía que ir trabajar a mi consultorio. Me sentía tremendamente dichoso, tremendamente agotado, tremendamente pelotudo y la verdad: todavía me parece mentira lo que pasó. Además de increíblemente gracioso. Por eso me decidí a escribirlo. Y a compartirlo

Je.

Miguel Angel de Boer

Comodoro Rivadavia, Mayo 8, 2011



2 comentarios:

  1. Ahora se puede decir que fue una historia divertida, aunque imagino que inmerso en tal situación no lo debió de ser tanto. Lo cierto es que hay días en los que no merece la pena limpiar el polvo acumulado en la puerta de entrada (o de salida) y dejar la tarea al viento, que al fin y al cabo es el responsable.
    Un abrazo,
    Miguel

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  2. Muy cierto, fue una extraña mezcla de angustia, ridículo e incertidumbre. Pero mientras iba ocurriendo, ya pensaba en como iba a relatarlo y eso me mantenía en una alerta expectante, je(ya sabes, uno siempre está escribiendo). Abrazos

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